Era domingo, y cuando salí a caminar, pensando en la hora que tendría que ir a aeropuerto a recoger a mi esposa, todavía no sospechaba que iba a ser una jornada cargada de sentimientos, tal vez demasiados.
El fin de semana se estaba haciendo largo, como si la soledad, cobrando peaje a los recuerdos, los hubiese cargado de nostalgia.
Llegado ese momento, en que una parte de mi se empeñaba en disputar con la otra, al final, cuando ambas se pusieron de acuerdo, me marché a perseguir la infancia. Nunca tardo en llegar a ella, tampoco a la patria chica que fue testigo, a la que siempre encuentro intacta, y recorro caminando sus calles, alfombradas de hojas secas que se quejan cada vez que mis pasos las convierten en huellas.
Los recuerdos suelen llevarme al mismo lugar, como si una atracción, nunca meditada, señalase la brújula de la derrota. No obstante, el domingo, sin saber por qué, mis rutinas de acompañamientos cambiaron, porque en vez de disponerme a escuchar una conferencia como es habitual me conecté a Radio Nacional Argentina, donde el autor, cantante y compositor Víctor Heredia glosaba la obra de otro titán del folclore de aquel país: Ramón Ayala.
En la madrugada porteña la voz del presentador describía canciones, hacía referencias a la vida del poeta y me permitió recuperar, de la zona de los olvidos, su importancia, la trascendencia de los temas que regaló a la cultura popular. La mayoría sobre su terruño, en composiciones celebradas por figuras de categoría internacional.
De pronto don Ramón se arrancó: “Selva, noche, luna, pena en el yerbal / El silencio vibra en la soledad / Y el latir del monte quiebra la quietud / Con el canto triste del pobre mensú.
Yerba verde, yerba, en tu inmensidad / Quisiera perderme para descansar / Y en tus hojas frescas encontrar la miel / Que mitigue el surco del látigo cruel.”
Era la canción de “El Mensú". Los versos me transportaron a la sacristía de la iglesia de San Pedro, de Cañada de Gómez. Allí estaba yo, hipnotizado, viendo girar un disco en un aparato Wincofon, del cual salían voces. Estaba instalado en ese sitio por el Padre Primo, con la misión de aprender la letra, también la música, de esa maravilla que se difundía a lo largo y ancho de la República. Y tenía que hacerlo, porque me había comprometido a interpretarla en una celebración: las bodas de oro de mis abuelos Anunziata y Domingo.
“¡Neike!, ¡neike! / El grito del kapanga va resonando / ¡Neike!, ¡neike! / Fantasma de la noche que no acabó / Noche mala, que camina hacia el alba de la esperanza / Día bueno que forjarán los hombres de corazón.”
Tendría diez años, todavía tardaría en saber que aquello que ensayaba, acompañado luego por Nelson S, y su acordeón, era poco festivo. Describía el dolor de trabajadores en condiciones de semi esclavitud, oprimidos por capataces insensibles (“kapangas”), que los intimidaban.
“Río, viejo río que bajando va / Quiero ir contigo en busca de hermandad / Paz para mi tierra cada día más / Roja con la sangre del pobre mensú.
¡Neike!, ¡neike! / El grito del kapanga va resonando / ¡Neike!, ¡neike! / Fantasma de la noche que no acabó
Noche mala, que camina hacia el alba de la esperanza / Día bueno que forjarán los hombres de corazón.”
Borracho de ensoñaciones seguí atento al espacio de radio. La mayoría de los temas estaban dedicados a una zona determinada de la República Argentina, donde la tierra es roja, surcadas por grandes ríos, habitada por gentes dedicadas a la pesca, la tala, el cultivo de la yerba mate, en tiempos en que la diversidad de la naturaleza estaba viva y exuberante, como el interés desmesurado de los explotadores que la harían tambalear.
En esa zona de Misiones vivió Ramón Ayala sus primeros años, marchándose luego a Buenos Aires. Aunque pocos, fueron suficientes para inspirar una obra larga como su vida, como si un mandato le exigiese reivindicar oficios, amistades, vocablos, decires, costumbres, apodos.
Y volvió a ser niño, a construir versos de "gurises", para actualizar con puro arte la edad en que se graba para siempre lo que uno va a ser, definiendo el lugar al que va a regresar, una vez tras otra, allí, donde se alumbró la infancia.
“Cuando la tarde se aroma con las flores del crepúsculo / y va la Bajada Vieja dando tumbos hacia el río / levanta la gurisada su algarabía de pájaros / encendiendo las casonas de gritos y risotadas / y el color de los chivatos / hamaca su vieja herida sobre los niños.”
Los cita, los adorna con adjetivos, anuncia los proyectos que los sustentan, señala atributos.
Pata Bolí, María Pukú, Toro Manso, Japonilla, Juan Tolongo, Satanás, Pirá Cambú, unos con flecha de luz en los ojos que corre con los diarios apretados bajo el brazo, llevando la luz del mundo por el cielo de Posadas, otra con un duende que se mira en sus caderas, igual que la roja tierra cuando la fecunda el tiempo.
“Cuatro ranchos más abajo, descalza en las piedras grandes, entre dos latas de agua, viene Canilla Poí, tiene un rumor en la sangre que no la deja vivir, dice que cuando crezca construirá para su madre un rancho nuevo y sin hambre, sin el dolor de las lágrimas que llevan las lavanderas.”
Si tuviese espacio me encantaría incorporar un glosario de los apodos, también concluir este artículo, que iba de más cosas; quizás la próxima semana.
Hoy me conformo con “traducir” el nombre del chivato, precioso árbol que en nuestra tierra se conoce como flamboyán, el mismo que, desde el frente de casa, sembrando pétalos y vainas, me explica una noción que parece cuántica: el modo en que estando tan lejos se puede estar tan cerca.