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El valor de las palabras

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 06 de diciembre de 2025, 06:00h

Llego del banco con un cortocircuito neuronal. A pesar de haber caminado los más de 100 metros que me separan del lugar donde reside el dinero, los pasos no me aliviaron la congestión.

Es difícil contar lo que siento, entre otras cosas porque es absolutamente irrelevante, y nadie que lo escuche o lea le va a dar trascendencia.

Estoy seguro de que será así, ya me ha pasado otras veces, pero si no lo cuento voy a someter los fusibles occipitales a una sobrecarga dañina.

Resulta que soy cliente de una entidad en la que antes conocía a las personas, pero han sido jubiladas o reemplazados por máquinas, aplicaciones y también por otras personas, que parecen haberse disciplinado a demandas ridículas, como por ejemplo, obligar a los clientes que van a ser atendidos, a sacar un número para mantener un orden, aunque no exista gente en el establecimiento.

Por supuesto, hasta ahora he conseguido, cuando estoy solo, negarme a completar ese procedimiento, me basta y sobra saberme el primero y constatar que no hay nadie esperando escondido detrás de los mostradores.

Cuando me lo piden, al número, saben que no lo tengo y que tampoco lo voy a tener mientras siga solo.

A veces me cuesta mantener la distancia con el expendedor de papeluchos, donde hay que poner el DNI, si se es cliente o no, y los motivos de la presencia en el lugar.

Después de alguna controversia, afinando la intuición de la que estoy bien dotado, decidí evitar las ventanillas y pasarme a la operatoria digital, con ello evitaría ventanillas, escritorios numerados del 1 al 6, o comentarios alusivos.

De tal modo, para cumplimentar las exigencias de transparencia, me acostumbré a los ingresos o retiros de dinero constante y sonante en la calle, a través de un artilugio repleto de luces, voces y advertencias.

Conseguí la destreza suficiente para responder si quiero poner, sacar, con tarjeta o código, me acostumbré a obedecer para ingresar los billetes por una boca voraz, de modo horizontal, retirarlos por otra que se ilumina, a no olvidar el resguardo, recoger la tarjeta, a marcar el pin sin que nadie observe, en fin, aprendí a hacer todo lo que hay que hacer, siguiendo las órdenes frías de un lata parlante.

Pues nada, todo iba armoniosamente bien, hasta ayer, cuando el cacharro me impidió ingresar.

El traslado a un ejemplar gemelo no se coronó con éxito, entonces tuve que acceder a la oficina, conseguir el número del turno porque había gente antes, explicar en la caja que el cacharro exterior no funcionaba..

Al cajero le pareció raro, “igual está sumarizando”, explicó y seguidamente se encargó él de la gestión.

Al día siguiente, hoy, tuve que regresar por lo mismo, sin sospechar que el engendro me trataría del mismo modo, debiendo repetir el proceso conocido de los turnos: DNI, explicaciones, esperar y cuando estuve en posición, explicar.

“Buenos días, mire, el cajero de la calle sigue sin funcionar.”

Seguidamente se estableció un dialogo apenas separado por comas. “Qué raro ayer vino el técnico, pues entonces no lo reparó bien, si lo reparó bien porque el ordenador me dice que está operativo, no está operativo porque no me deja operar, le repito que está operativo, ¿le cree más a una máquina que a mi?, yo le digo lo que dice el ordenador, yo le digo lo que dice una persona, ¿quiere que le demuestre que está operativo?, demuéstrelo si quiere.

Y hacia el cajero fuimos, en el camino le fui repitiendo que el aparato no permitía realizar transacciones, al menos las que yo quería, que no era sacar sino poner, que sacar sacaba, pero poner no ponía, que debía creerme más a mi que a un artefacto que se parece una gallina inversa, porque sacar saca, pero poner no pone.

Al ver la cara que puso me pareció que la analogía era demasiado mala.

Ya, enfrentados ambos frente a la gallina inversa, con la tarjeta en una mano y siguiendo ambas instrucciones, la de la máquina y también las del cajero humano, yo me limitaba a cumplir.

“Ponga la tarjeta, marque el pin, ponga ingresar, ponga la cantidad que quiera ingresar, ahora deje que la máquina haga su trabajo.” Cuando lo hizo no tardó en aparecer en la pantalla: “Esta operativa no se puede realizar.”

El empleado, fuera de la protección de su caja segura, a la intemperie, se sentía igual de protegido, y sin medir riesgos certificó: “Está bien, el cajero funciona, está operativo, lo único que no puede hacer es ingresar dinero, pero está operativo.”

Cuando escuché su conclusión no logré disimular la indignación : ¿cómo va a estar operativo si no se pueden hacer operaciones?

Mientras regresábamos a la prisión de billetes, el operario insistía que estaba operativo. El silencio no era lo suyo, pero el murmullo que generaba no le impedía contar el dinero como si fuera un banquero florentino. Me di cuenta de que debía permanecer callado.

El pobre, sin saberlo, estaba encadenado a hábitos, costumbres, directivas, normas, que lo convertían, quizás, en alguien temeroso, incapaz de mandar de paseo a sus jefes por lo que obligaban a hacer.

El cortocircuito del principio se me produjo en ese momento, cuando tuve la evidencia de que quienes saben que lo pueden casi todo, han conseguido pervertir hasta el idioma.

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