www.canariasdiario.com

1700 años depués

Por Juan Pedro Rivero González
jueves 04 de diciembre de 2025, 06:00h

Setecientos años antes de que Europa se pensara a sí misma, antes de que existieran las Catedrales góticas o las universidades medievales, antes incluso de que Oriente y Occidente se miraran como rivales, un grupo de obispos se reunió en Nicea. Allí, en el año 325, nació algo más que un concilio: nació un modo de entender la fe como un espacio donde la verdad se discierne en diálogo y donde la unidad no se impone, sino que se busca. Han pasado mil setecientos años, y aquel gesto remoto vuelve a hablar en un mundo que tantas veces parece atrapado entre el ruido y la fractura.

Nicea fue el primer intento serio de reunir la diversidad del cristianismo naciente alrededor de una palabra común. No todos pensaban igual, no todos rezaban igual, no todos venían del mismo paisaje cultural. Pero descubrieron que la unidad no depende de la uniformidad, sino de la profundidad: solo es verdaderamente uno aquello que tiene un corazón que late más hondo que las diferencias.

Por eso resulta tan significativa la visita reciente del Papa León XIV a la antigua ciudad de Iznik, y el encuentro con el Patriarca Bartolomé I de Constantinopla. No fue un acto de museo ni un recuerdo arqueológico. Fue un gesto de regreso a las fuentes, como quien vuelve a la raíz para comprender qué se ha perdido por el camino y qué vale la pena recuperar. Ambos líderes, heredero uno de Roma y el otro de la gran tradición bizantina, rezaron juntos el mismo Credo que hace diecisiete siglos unió a una Iglesia que todavía no sabía cómo sería su futuro.

Ese encuentro, tan discreto y tan cargado de sentido, tiene un valor profundamente humano antes que religioso. En un tiempo donde los discursos se endurecen, donde las identidades se vuelven trincheras y donde la fe a veces se usa como arma arrojadiza, ver a dos pastores abrazarse y firmar una declaración conjunta contra toda violencia en nombre de Dios es un recordatorio de lo esencial: la espiritualidad que no conduce al encuentro no es luz, sino sombra.

Es verdad que no se han borrado siglos de separación en una sola tarde. No se trata de fusionar Iglesias ni de cerrar debates complejos. Pero el gesto importa. Importa porque muestra que la fraternidad es posible incluso allí donde la historia sembró distancias. Importa porque declara que la fe no es propiedad privada de una tradición ni bandera de ninguna geopolítica, sino un espacio donde se aprende -o se reaprende- a reconocerse hermanos. Importa, sobre todo, porque encender una pequeña luz en un lugar cargado de memoria puede iluminar caminos que parecían cerrados.

Canarias, que siempre ha vivido entre puentes -entre continentes, culturas, lenguas, migraciones y creencias- entiende bien esta necesidad de diálogo. Nuestra identidad ha nacido de encuentros improbables, de convivencias tejidas entre diferencias. Quizá por eso este aniversario no nos es ajeno: porque invita a trabajar nuestra propia unidad social, nuestra convivencia frágil, nuestras heridas y desencuentros cotidianos. Lo que el Papa y el Patriarca hicieron en Iznik es, en el fondo, lo que cualquier comunidad necesita: escucharse, reconocerse, perdonarse, caminar juntos aunque no se piense igual.

Año 325, año 2025. Mil setecientos años después, Nicea vuelve a pronunciar una palabra que sigue siendo urgente: la unidad no es un sueño ingenuo, sino un trabajo humilde y paciente. Un trabajo que empieza siempre por un gesto sencillo: encontrarse. Y quizá, en un mundo que parece a veces tan dividido, ese gesto sea ya una forma de esperanza.

Juan Pedro Rivero González

Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)

+
0 comentarios