Los escritores tenemos una cita con nosotros mismos cada día. Philip Roth decía que si de noche, entre sueños, le asaltaba una idea se levantaba de la cama y se ponía a escribir. Luego está lo de encontrar al lector para comunicar lo que se escribe. En eso consiste la gran aventura: en la conexión con la mente lectora, que es cuando se produce la simbiosis milagrosa por la que el pensamiento es aceptado y comprendido. Esto demuestra la enorme capacidad de comunidad y de coincidencias que hay entre los humanos. Es algo tan misterioso como el amor, si es que éste pudiera considerarse desde un aspecto colectivo.
Yo me paso las noches rumiando sobre qué es lo que voy a escribir la mañana siguiente y en esa obligación confío en que algo ocurrirá que me provoque sentarme delante del ordenador. Lo de las cuartillas está pasado de moda, aunque no niego que todavía haya algún nostálgico que las use. Aún no he encontrado el tema de hoy y me he puesto a teclear sobre eso precisamente. No está mal, es como tratar al asunto como si tratara de encajar a las muñecas rusas, unas dentro de otras. Ya me viene. Lo de las muñecas rusas tiene su equivalente en las cajas chinas y encuentro una similitud en ambas técnicas en países gigantescos que nos resultan tan lejanos. Los rusos parten de una muñeca pequeña, de apenas dos centímetros, que sirven para estar dentro de otras, cada vez más grandes, como ese inmenso país que va creciendo a medida que te vas introduciendo en sus secretos. Lo mismo hacen los chinos, pero con cajas, una solución más abstracta y menos antropomórfica de la misma cosa.
He observado también esta ilusión de engañar el contenido de las cosas en el baile de unos danzarines a los que no se les ve los pies, desplazándose por el suelo como si flotaran. Ahora estamos descubriendo, gracias a Zelenski y a Trump, que ese mundo existe y además nos cuesta un gran esfuerzo entenderlo. Hay quien habla de una barrera de incomprensión, pero yo creo que es porque se esconde, igual que las muñecas, que las vamos abriendo y nos encontramos con otra igual, con el mismo traje de flores y los mismos coloretes en las mejillas. Los pueblos se muestran asequibles por medio de la literatura. Los novelistas rusos del XIX no son como las muñecas, sino que abren una infinitud de posibilidades para que podamos descifrar su idiosincrasia. Recuerdo una novela de Nicolás Gógol, “Almas muertas”, donde el protagonista de nombre Chichikov, recorre la Rusia profunda para comprar a los terratenientes la titularidad de sus siervos difuntos. De esta manera aparentaba un patrimonio inexistente con el fin de obtener créditos. Un juego de matrioskas, al fin y al cabo, construyendo una verdad que se va engordando a base de mentiras.
¿Ven cómo no era tan difícil? Al fin desemboqué en un tema que me recuerda insistentemente la situación en la que vivimos. A poco que te pongas siempre encontrarás un argumento para escribir. Viene solo. Por eso Philip Roth no desaprovechaba cualquier oportunidad y se levantaba a media noche para desarrollar la idea que se le venía a la cabeza.