Después estamos esas personas que visitamos la mesa de la librería para ver las novedades. Ya conocemos a la chica que nos cuenta la sinopsis de las novelas. De vez en cuando dice que tal o cual escritor pasó por allí, que estuvo un rato merodeando, aunque lo que estaba haciendo era comprobar cómo salía su libro. “Algunos son muy vanidosos, pero a mí no me importa. Puedo presumir de que han pasado por aquí, y eso atrae a los clientes que aprovechan para que les firmen un ejemplar y yo, de paso, venda algo”.
Cada semana los cambia y me dice cuáles son los más vendidos. Hace muchos años que vengo: antes de que se aprobara la ley antitabaco y fumábamos mientras hojeábamos las páginas y los ceniceros estaban llenos y apestaban las colillas aplastadas formando un ángulo con el filtro naranja. Los libros recién salidos todavía huelen a tinta y el papel se presenta como una virgen a punto de ser desvirgada. El virgo es algo mítico. Ahora los libros han pasado todos por la guillotina, pero antes había que separar las hojas con el abrecartas y esa sensación de estreno, de revelación única, era como un rito de iniciación.
Yo pensaba que venían así para que no los pudieras leer antes de comprarlos, pero no creo que fuera por eso. Pasaba horas allí los sábados por la mañana. Siempre venía alguien conocido a revelarte algún secreto que ya sabías. A mí me parecía el mercado del templo de Jerusalén donde cada uno acudía a hacer el tributo de su pertenencia a una fe. La nuestra giraba en torno al mundo de la literatura. Convertíamos a la fantasía en una trivialidad añadiendo noticias que nada tenían que ver con el contenido de lo que estaba en las estanterías.
Ahora he dejado de ir. La culpa la tiene Amazon y las versiones Kindle que me resultan más cómodas de adquirir. Hace unas semanas volví a la librería porque echaba de menos aquel ambiente de tertulia. No encontré a nadie. Todos han desaparecido, igual que hice yo. No sé dónde están. Quizás el médico les ha mandado a caminar, se han comprado un chándal y unas Adidas en Decathlon y andan por ahí trotando como pueden.
Ahora voy a un bar perdido donde se refugian unos amigos que no quieren que los vean y allí hablamos de todo lo que sale. A veces me llama mi hermano y me dice lo que ha visto en Antonio Machado, de Fernando VI. Ayer estuvo en Segovia y le hablaron de Mariana Enríquez. Esta mañana me la he bajado y la empecé a leer hace un rato. No está mal. Después de Lucía Berlin me encantan estas mujeres que escriben desinhibidas sobre lo suyo con las bragas por los suelos. Habla de libros y de escritores. A mí no me gusta el tema. Creo que solo le interesa a los del gremio, pero me he dado cuenta de que el gremio ha aumentado y ahora son también los lectores los que pertenecen a él.
Comentan sobre los demás escribidores como si fueran colegas y conocen sus intimidades. Algunas son filólogas y esto les da un toque académico que quiere embellecer sus descripciones sin conseguirlo. Esta Mariana Enríquez es argentina y aprovecha para añadir algo de modernidad a un ambiente que siempre nos parece que va unas cinco horas después que el nuestro. No es así. Todo depende de en qué momento, y a partir de qué punto, empezó a girar el planeta.
Después de leer un rato me convenzo de algo que ya sabía: que el tiempo en este asunto no cuenta, y que ahora internet y Amazon lo han pulverizado. Ya tengo el mundo en mis manos sin salir de casa, igual que Errol Flynn y Julio Verne, pero con más medios. Una mañana vi, en Barcelona, salir de un sótano una fila de carretones repletos de libros que luego serían expuestos en tenderetes alrededor del mercado de Sant Antoni. Compré algo por curiosidad. Un papel amarillento y unas tapas desteñidas y vencidas. Era un libro de viajes. Fue capaz de llevarme muy lejos, tan lejos que ya no sé dónde estoy.
La verdad es que salgo poco y echo de menos las mañanas del sábado curioseando por las mesas de los libreros. Ya tengo una importante biblioteca virtual, pero no es lo mismo.