Hace unos años tuve una experiencia singular, de la que tomé notas y no sé si al final conseguí trasladar al medio de comunicación donde escribía en aquel momento.
Su lectura me trasladó a otra experiencia, esta vez reciente, y me dije que podría actualizar la antigua y plasmar la moderna, porque ambas reflejan lo mejor de lo que somos, en tiempos en que el planeta está regido y funcionando gracias a los peores de los que somos.
Vamos por partes, lo primero será copiar el texto con las letras envejecidas.
“La forma de tocar el timbre, con una persistencia suficiente como para alterar las meninges de todos los integrantes de la familia, incluyendo a los perros, terminó alborotando la casa.
La mezcla de campanilla y ladridos no presagiaba una visita amable, así que intentando disimular augurios salí a la puerta dispuesto a atender o reconvenir.
“Quería saber si estas llaves son suyas, las encontré esta mañana en la calle frente a su portal. Iba en el coche y llevaba prisa, por eso no pude parar, disculpe la hora, pero tenía que preguntar.”
El joven, extendiendo la mano para acercarme sus dudas, mostraba un llavero que terminaba en una especie de rabo de conejo trenzado, de color verde.
Supe al instante que las llaves no eran nuestras, y así se lo aseguré.
Carlos, pongamos que se llamase así, a pesar del fracaso de sus intuiciones, no perdió la sonrisa: “Hubiese apostado que eran suyas o de la casa de enfrente”
Obviamente, le pregunté si ya había tocado en la puerta de enfrente, rezando que no lo hubiese hecho, pues conocedor de la paz que anima al vecino, podía haberle provocado un accidente.
“Todavía no llamé, estaba dispuesto a hacerlo” seguía sonriendo el joven, mientras daba vueltas a un pendiente que confería morfología de pirata a su oreja izquierda.
Con la cautela que da la experiencia me ofrecí a ser yo quien acudiese a la casa de enfrente, para reclamar atención con un toque de campana suave, único, sigiloso.
Al instante salió la señora que cuida la casa: “No, don Francisco, no está; ¿qué llavero?, ¿qué llaves?, ¡ay, ay, ay!, sí señor, son mías, que desastre si las hubiese perdido.”
El joven ni siquiera se despidió, dejó las llaves y me abandonó charlando con la sorprendida mujer, como si fuese servidor el protagonista del encuentro y no él.
La mujer no imaginaba cómo ni dónde había abandonado bien tan preciado, se mecía el delantal pensando lo que podía haber sucedido a la hora de marcharse, sin poder cerrar la casa de su jefe, ni abrir la suya propia tras la jornada de trabajo.
Se le notaba el agradecimiento y lo dirigía hacia mí, sin atender ni entender que yo no tenía nada que ver, que había actuado como un mero intermediario.
“¿Y el chico?, ¿cómo se llama el chico del pendiente?” Mi ignorancia y su ausencia la sumieron en una pequeña frustración, “tendría que haberle dado una propina, por lo menos decirle gracias.”
No dio tiempo, Carlos, pongamos que se llamase así, se marchó como una exhalación, del mismo modo en que llegó, sin esperar abrazos ni reciprocidades.”
Aquí lo dejo, el borrador terminaba con una conclusión que voy a trasladar al final del folio, cuando esta colaboración esté a punto de ser firmada.
Nos trasladamos ahora al segundo caso, con otro “Carlos”, con quien debo reunirme por razones que ahora no vienen a cuento.
Como debíamos trasladarnos a varios sitios y lo hicimos caminando, me contó parte de su vida, a lo que se dedicaba antes, a lo que se dedica ahora.
De ese modo me enteré de que trabajaba en una inmobiliaria, pero que su función, en contra de lo se pensaba, no era vender propiedades, sino asesorar.
Me contó un caso donde tenía una operación segura, a un matrimonio joven, con dos hijos, empañados en quedarse con un piso de dos dormitorios. No aceptó a hacer la transacción, creyendo en que el esfuerzo económico que harían, pronto, cuando los niños crecieran, harían indispensable pensar en algo más amplio, y que en el futuro, asumir ambas hipotecas se convertiría en un tormento.
El vendedor se puso en el lugar del comprador, no firmó el compromiso de venta porque estaba seguro de que ese piso no era para ellos, a pesar de que ellos decían lo contrario.
Perdió la venta, que se formalizó 3 semanas después cuando se lo quedó una señora que vivía sola, y que es hoy muy feliz en él. La pareja joven, al principio irritados, no aceptaron la actitud, tiempo después agradecieron su competencia y ética profesional, la misma que le pareció mal al avaricioso jefe del “vendedor”, que a punto estuvo de tomar represalias.
Regreso a la conclusión, que era la de dedicar un homenaje de agradecimiento, a todos los Carlos supuestos y buenos, por ponerse en el sitio de los otros, y permitir que el mundo, al menos pequeños trocitos de mundo, sigan funcionando sin romperse.