Les voy a relatar una historia, breve, que ha sido noticia en todos los medios de comunicación de ámbito estatal y que, además, ha saltado -con gran éxito- a la prensa internacional.
El pasado jueves, 9 de julio del 2020 hacía unos pocos días que uno de los hoteles más veteranos y lujosos de la mítica ciudad de Marbella, en la famosa Costa del Sol malagueña había reabierto sus puertas después del cierre obligado impuesto por el estado de alarma en todo el país a raíz de la declaración de la pandemia debido a la extensión del virus denominado Covid-19. El establecimiento hotelero tiene por nombre Meliá Don Pepe.
Aquel día lucía un sol veraniego con todas sus consecuencias lógicas de calor y bochorno y una humedad relativa clásica en el verano marbellí. Todo aparentaba que sería un día feliz.
Un señor oriundo de la ciudad costera se había levantado como cualquier día del año sin ningún objetivo concreto y sin saber lo que el cruel destino le depararía; si lo hubiera sabido... Pero no. Lo ignoraba totalmente. Podría haber sido una jornada como cualquier otra, con las rutinas habituales y con sólo una cena en su agenda social.
El señor en cuestión era un empresario dedicado, en los dos últimos años, a dirigir un gimnasio de su propiedad, una franquicia, que se encuentra en el centro de la urbe. El negocio iba sobre ruedas; viento en popa. Anteriormente, el señor había trabajado en el mundo del turismo que, en Marbella, es uno de los sectores, como el que más, que rinde más riqueza a su población.
Por la noche, pues, se dirigió junto a su esposa al citado hotel para reunirse con otros tres matrimonios en una cena amical. Y cenaron: carnes a la brasa.
Pasada la medianoche -y en un ambiente agradable y festivo- se trasladaron a la terraza del establecimiento situada en frente de la fachada del hotel, en la planta baja, frente a la calle. Allí, con algo más de fresquito natural pidieron y tomaron algunas copas y refrescos. Buen ambiente. Si no fuera por qué...
Sobre la una y media de la madrugada ocurrió lo que nunca debió ocurrir: muy de repente, un señor, otro señor, impactó sobre el empresario del gimnasio; así, de golpe y porrazo, derribándole de la silla de manera bestial. Y el señor murió. El otro señor procedía, a toda castaña, de una de las habitaciones del séptimo piso del edificio. El “invasor” era británico, de media edad y de una corpulencia incontestable; algo más de cien quilos. ¿Qué le pasó al inglés para realizar un salto de esta envergadura? ¿borrachera en su modalidad británica? ¿Un balconing de libro? ¿Suicidio?. No se sabe. El caso es que el isleño saltó desde esta increible altura y dio con todos sus huesos en los respectivos del señor empresario. Murieron los dos. Eso sí: uno de los dos, el empresario, dejó su vida sin culpa alguna, por simple mala suerte, sin premeditación ni alevosía; el otro, sus razones tendría -o no- para precipitarse de aquella manera tan salvaje sin saber -o sí- dónde se estrellaría, porqué digo yo que alguien mira hacia abajo antes de lanzarse al vacío que, en este caso no existía el tal vació; era el lleno; de gente. Seguramente ya se verá el grado de alcohol o de depresión que le hizo realizar tamaña acción.
El famoso balconing es un deporte de riesgo; de eso no cabe la menor duda y los británicos son los máximos especialistas mundiales, sobre todo en tierras mallorquinas. Ahora bien, no deja de ser una salvajada. Quede claro, sin embargo, que las borracheras británicas son espeluznantes, sobre todo cuando mezclan cerveza con licores. De todos modos, un servidor cree que con este tipo de turismo no se va a ninguna parte. La masificación turística en nuestro país ha significado, también -a parte de los beneficios económicos de rigor- el terrible aumento de imbéciles que se trasladan a nuestros hoteles con el único objetivo de hacer aquí lo que no les dejan hacer allí: ¡pura barbarie!
Ahora bien, si estos idiotas integrales se dedican a ejercer el suicidio, deberían tener en cuenta, además, que no hace falta ir matando personal así, por las buenas. Por si fuera poco, en las películas, todos los suicidas se están un buen rato mirando el vacío que se extiende a sus pies para tener claras sus consecuencias. También es verdad que la mayoría de suicidas procedentes de países nórdicos y en principio civilizados no se emborrachan antes de acabar con sus vidas.
Total: sirvan estas letras para ofrecer mis más sinceras condolencias a la familia del empresario marbellí i -no pudiendo darles más consuelo- recomendarles que, cuando puedan, intenten olvidar el siniestro y piensen que el azar -en muchas ocasiones- posee un barniz de maldad y crueldad sin parangón.
Que descansen en paz, pobre hombre y desgraciada familia. Del “balconero” prefiero no manifestar lo que siento en mi interior; más le vale.