Durante unos cuantos años asistí a un gimnasio. Era un local más bien lúgubre, con neones fluorecentes blancos en el techo, algunas manchas de humedad en las paredes y con unas pocas máquinas para practicar la bicicleta estática o para correr sobre una alfombra mecánica. Cuatro pesas para ejercitar los músculos y unos palos redondeados sujetos a la pared para estiramientos. No mucho más. Mis compañeros de ejercicio eran pocos, contados, y nos conocíamos todos. El ambiente era muy fraternal y en el aire circulaba un cierto coleguismo, sano y distendido. En un momento determinado, las cosas cambiaron de raíz: el gimnasio de capacidad humana, cercano y vecinal, austero y próximo, se rindió a una empresa multinacional. Hicieron obras, lo engrandecieron, abrieron grandes ventanales con luz natural y vistas al exterior, lo inundaron de máquinas estrepitosas que ofrecían una cantidad enorme de posibilidades, desde el adiestramiento de piernas hasta el ahínco con los brazos, pasando por el robustecimiento de brazos y por el amaestramiento de músculos abdominales u otros. El local pasó de ser un centro lúdico donde se cultivaban amistades a la par que se profesaba un cierto amor a la educación física, a una especie de supermercado, masivo e impersonal, en el que decenas de cuerpos aislados -sin ningún contacto social- sudaban de forma permanente en un estado obsesivo y obcecado. Nuestro grupúsculo humano y fiel quedó absolutamente marginado ante las hordas corporales que irrumpieron en el viejo gimnasio ahora convertido en un santuario dedicado, exclusivamente, al culto puramente físico. Nos dispersamos.
Ninguno de nosotros -los viejos cofrades del compañerismo y el deporte sano, sin cronómetros y con paciencia- hubiera pensado que esta evolución colectiva llegaría a estos extremos de fanatismo y masificación. La moda ha arrasado. Hoy, estos gimnasios globalizados se hartan de forrarse a base de una soldadesca amorfa que desea, por encima de todo, lucir unos pectorales de revista del corazón, unos abdominales de película de Bruce Willis, unas piernas ideales para la playa o unos brazos que transparentan bíceps y tríceps para abrazar maternalmente a los osos.
¿Qué ha pasado? Pues que los cánones de belleza humana procedentes de Brasil y, sobre todo, de Estados Unidos, han hecho mella en nuestra triste y copiona sociedad, ávida de elementos externos que, a la vez que nos hacen renegar de nuestra identidad, nos empujan a emular a los sincerebro mundiales. La situación de mi antiguo gimnasio es exactamente la misma que la de los idiomas, ambos se encuentran en franca decadencia. Puta globalización, desde este punto de vista.
Cristiano Ronaldo (exhibiendo, a cada momento, su “cuerpazo” de Adonis desmamado antes de tiempo) y los personajes del “corazón” (generalmente, una pandilla de majaderos enganchados al pezón del euro) han creado una burbuja mediática en la que el cuerpo prima sobre la mente y el bíceps vence a la inteligencia y, por consiguiente, a la cultura.
La pregunta es: ¿puede llegar a pasar -en un futuro más o menos próximo- que una nueva tendencia mundial, procedente de no se sabe dónde, cambie esta propensión al culto a los culos duros, por una nueva moda en la que la veneración prioritaria esté dedicada al cultivo del espíritu? ¿Se imaginan que los gimnasios se vacían de personal, se arruinan y quiebran en masa, mientras que los centros culturales, educativos, las universidades y las bibliotecas acogen a millones de hombres y mujeres que han decidido (aunque sea por influencias externas) labrar su mente por encima de su complexión física? Evidentemente, sería una tropa de seres con los brazos un poco más flácidos, con algunos síntomas de barrigas cerveceras, con los torsos algo más deprimidos y con los culos un poco caídos, sí, pero con una inclinación al saber que, a lo mejor, podría ayudar a enriquecer la raza humana, así en general.
¿Llegará este día?