Cada año, el primero de noviembre nos invita a mirar hacia lo alto y hacia dentro. La solemnidad de Todos los Santos no celebra a una élite lejana ni a una minoría perfecta, sino a esa multitud silenciosa que supo dejarse habitar por Dios. Es la fiesta de quienes se dejaron transformar, de los que no se conformaron con “ser buena gente”, sino que, sin renunciar a su humanidad, aspiraron a la plenitud de la caridad. Porque una cosa es “ser bueno”, y otra muy distinta es dejar que la bondad se haga carne hasta transparentar lo divino.
Decir de alguien que “es buena persona” es hoy casi el elogio supremo. Lo decimos con afecto, con justicia, con gratitud. Pero la santidad no consiste solo en eso. No se trata de acumular gestos nobles o evitar el mal, sino de permitir que en nosotros brote una vida nueva. La bondad puede ser fruto del esfuerzo; la santidad, en cambio, es gracia acogida. El santo no se mira a sí mismo para medir sus virtudes, sino que deja que el Amor actúe en él, y ese dejarse transformar es lo que convierte una existencia ordinaria en signo de eternidad.
Ahí radica el secreto. No en hacer más, sino en dejarse hacer. No en la perfección moral, sino en la apertura confiada. La santidad no es un privilegio reservado a místicos o mártires; es la vocación común de todo ser humano que se atreve a vivir desde la hondura del amor. Por eso los santos no son inalcanzables: son profundamente humanos, tan humanos que dejaron que Dios llenara sus grietas. Su diferencia no está en la cantidad de virtudes, sino en la intensidad con la que amaron.
José Gregorio Hernández, médico venezolano, lo entendió con una naturalidad admirable. Fue un científico brillante, un profesional honesto, un hombre de profunda sensibilidad social. Pero nada de eso bastaría para explicar su fama de santidad. Lo que hizo de él un santo no fue su competencia técnica ni su bondad cotidiana, sino el hecho de que vivió su vocación profesional como servicio. Cada enfermo era para él un hermano; cada diagnóstico, una oportunidad de consolar; cada jornada, un acto de entrega. No fue solo un médico que creía en Dios, sino un creyente que curaba como quien ora.
Su vida recuerda que la santidad no es un añadido a la profesión, sino una manera de ejercerla. El santo no se separa del mundo: lo habita de otra manera. En José Gregorio, ciencia y fe no se enfrentan, sino que se fecundan mutuamente. Su laboratorio era también un altar; su bisturí, un instrumento de compasión. En él se cumplió lo que el Evangelio promete: que el amor, cuando se hace oficio, transforma el mundo sin necesidad de ruido.
Celebrar Todos los Santos es reconocer que la historia está llena de vidas semejantes: hombres y mujeres que amaron en lo pequeño, que no buscaron reconocimiento, que entendieron que la santidad no es conquista, sino respuesta. Frente a una cultura que aplaude la autosuficiencia, los santos nos recuerdan que la grandeza está en la dependencia amorosa, en saberse habitados por un misterio mayor que uno mismo.
Por eso, este día no nos pide admirar santos ajenos, sino descubrir la llamada silenciosa que late en cada uno. Ser buena persona es un punto de partida; ser santo, una meta posible. El secreto está en abrir el corazón, como lo hizo José Gregorio, y permitir que el bien no solo nos inspire, sino que nos posea. Porque, al final, la santidad no consiste en hacer cosas extraordinarias, sino en vivir de un modo extraordinario lo ordinario.