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Las amigas de Jorge

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 18 de octubre de 2025, 08:00h

Hoy tuve suerte, porque conseguí algo que venía postergando largamente: hablar con una persona. Tengo que reconocer que el “mérito” no fue de mi voluntad, sino gracias a dos mujeres que, sin conocer, luego demostraron ser entrañables: Amparo y Mery.

Ambas estaban situadas, departiendo entretenidas, con quien yo aspiraba que fuese mi interlocutor.
Para orientarnos, y no enredar la redacción, deberíamos situarnos en la calle Áurea Díaz Flores, que continúa La Salle y adquiere ese nombre cuando sobrepasa la Avenida 3 de Mayo.
Allí, en un punto de los números pares de esa vía, llamada así en honor de una filántropa, al lado mismo de una farmacia, “reside” el joven que a lo largo del texto será nuestro centro de interés.

Independientemente de la temperatura o el clima, que últimamente parece una coctelera galáctica mezclando vientos con lluvias desproporcionadas, se sitúa nuestro protagonista.
Llega allí y, una vez descarga sus pertenencias —mochila y un par de bolsas infladas de contenido—, se sienta sobre uno de sus bultos.
Lo hace como si fuese un trono, y con la “autoridad” que eso le confiere permanece recto, con la vista al frente y la espalda apoyada sobre una pared a la que ya le dibujó la impronta de su figura. Desde allí, desde la quietud, observa pasar la vida, siempre con una sonrisa.

Como su posición tranquila y relajada está muy cerca de la mía —donde trabajo, y es todo lo contrario—, no hacía más que preguntarme cuáles serían los motivos de su felicidad aparente, de esa simpatía desparramada a pesar de los coches, las sirenas, el ruido de las motos y el vaivén de los agobios de la gente, yendo o regresando de sus trabajos.
Nunca lo vi sin sonreír, nunca sin saludar, siempre repartiendo alegría, multiplicando mi curiosidad: ¿cómo consigue este hombre lo que consigue?, ¿cuál es su sentido de la vida?

Vestido totalmente con las mismas ropas negras, ofrece el aspecto de esos santones hindúes con pelos y barbas infinitas, enmarañadas, descuidadas.
En cualquier rincón de Jaipur su presencia no desentonaría con la de un asceta, buscando iluminación, demostrando desapego por el mundo y sus tentaciones. Las uñas de ambas manos, crecidas sobrepasando los límites de la disciplina, reafirmarían el prejuicio.

Y mi pensamiento, siempre el mismo: averiguar cómo conseguía ver pasar el tiempo como si pareciese que no pasaba, o como le quitase trascendencia, vaciándola de significado, a las palabras nervios, urgencias, ocupación, trabajo.

En Santa Cruz de Tenerife su imagen era evidente. Sin necesidad de ningún esfuerzo determinaba que era uno más , otro de los seres humanos que viven en la calle, sin un sitio donde ducharse, cambiar de atuendo, sin posibles.
Uno más de los que viven de la mendicidad, que juega con las monedas que algunos le ponen dentro de una botella de plástico, pequeña, suficiente para lo poco que recauda.

Aunque quería hablar con él, me limitaba a saludarlo, sin fallar, así hasta el 18/10/2025, en que algo sucedió. Era de mañana, y mi brújula marcaba el norte de la farmacia. Cuando pasé a su lado vi que tenía papeles de colores y brillos en la cabeza, especies de serpentinas de ilusión.

Estaba junto a las dos señoras ya mencionadas. Hablaban y reían con él, mientras en la acera una tarta cumplía su cometido: servir de homenaje.

Esta vez no pude despreciar la oportunidad y pregunté los motivos de la algarabía. Lo supe al instante: “Estamos festejando el cumpleaños de Jorge, mire las velas: cumple 36”.

De ese modo, finalmente, conseguí cumplir lo que había venido postergando: hablar con Jorge, el joven vestido de negro, con pelo de gurú, uñas larguísimas y calcetín derecho perforado.
Entre los cuatro se estableció una tertulia, de vez en cuando interrumpida por otros peatones. Tanto Mery como Amparo —las autoras del convite— ofrecían cucharas para que quien quisiera pudiese degustar la tarta.

Mientras Jorge sonreía y contestaba respuestas contradictorias que mis anfitrionas traducían y ampliaban, su historia empezaba a revelarse. Jorge A. B. llegó a ese lugar hace ocho años. Ambas lo saben porque viven cerca, y una lo ve llegar y marcharse cada día, “vigilándolo” desde su piso, justo enfrente. Conoce la fecha con certeza porque llegaron juntos: ella desde su Galicia natal.

Dije al inicio que eran entrañables; lo visitan cada día y, según ellas, siempre está igual: alegre, educado, respetuoso, la gente lo quiere y ellas lo tratan como si fuese un hijo. Por eso llevaron la tarta, le ayudan con la alimentación y festejan juntos.
Aunque saben que de niño, en el colegio, era un alumno de matrículo, cada noche duerme en la puerta de mercado cercano. Lo aconsejan, pero... Jorge no les hace caso, no se quiere cuidar, y eso es así desde que se cayó por la ventana de un piso alto.

No conseguí averiguar mucho más de Jorge, sí de algunas de sus costumbres, de las ayudas que recibe de la gente buena, de los lugares a los que acude cuando necesita ir al baño o duerme, convirtiéndose en una oruga.

Así lo aprendió de Félix Rodríguez de la Fuente, cuando explicó cómo eran esas criaturas hasta que se convertían en mariposas, resaltando la importancia que tenían para la vida.

Jorge no espera nada, tampoco necesita nada, lo repitió varias veces, igualito que las orugas.

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