Mientras las iglesias se vacían de feligreses y las palabras de la homilía dominical rebotan contra la madera de los bancos, en España se multiplican las hermandades católicas. En las dos últimas décadas se ha pasado de uno a tres millones de cofrades, y la gran mayoría de estas incorporaciones corresponden a menores de treinta años. Los jóvenes no van a misa ni a punta de pistola, pero se lanzan en masa a desfilar por las calles con un capirote y una cruz entre las manos.¿Es esta una banalización -otra más- del hecho religioso? El asunto es más complejo.
La potencia de las imágenes y sonidos que nos deja la Semana Santa es innegable. La belleza de la imaginería barroca seduce a artistas como C. Tangana o Rosalía hasta el punto de incluirla en sus video clips. Algunos ven aquí un factor detonante de este auge de las procesiones, pero más bien es la consecuencia. La cosa venía de antes.
La tradición familiar también pesa. Los ritos religiosos nos conectan con el pasado, nos ponen en contacto con nuestros mayores, los que están y los que se fueron, en este caso a través del recuerdo. Constituyen una forma explícita de visualizar nuestras raíces a través de una mezcla de representaciones, sonidos, gustos y olores concentrados en un espacio-tiempo muy limitado. Paradójicamente, en este mundo líquido y acelerado necesitamos no solo conocer nuestras raíces, sino tocarlas, escucharlas y olerlas de vez en cuando. Pero la tradición tampoco explica por sí sola este fenómeno de masas.
Faltar a misa un domingo es pecado grave para un católico. Una mayoría de creyentes se saltan el precepto y sin embargo se apuntan en tropel a unas procesiones que son voluntarias, y a unas hermandades cuya organización interna no depende directamente de la jerarquía eclesiástica. Son colectivos populares que arraigan profundamente en un barrio o una comunidad, y desarrollan una obra social que atrae con fuerza a los “no practicantes”. Tampoco este altruismo parece suficiente para entender lo que está ocurriendo.
En el nombre de Dios dos hombres irrumpieron con fusiles de asalto en una oficina de París. Dispararon cincuenta tiros, mataron a doce personas y dejaron heridas a otras once. Es un porcentaje de acierto notable asesinando por motivos religiosos. Entre las víctimas mortales se hallaba la psicoanalista Elsa Cayat, que colaboraba en el semanario satírico Charlie Hebdo con su sección Charlie Divan. Elsa fue una mujer judía, culta, inteligente, feminista, provocadora y defensora a ultranza de una laicidad comprensiva hacia lo trascendente.
El ateismo de la familia Cayat no fue óbice para que Béatrice, la hermana de Elsa, solicitara la intervención en su funeral de su amiga Delphine Horvilleur, la tercera mujer en Francia que recibió la ordenación rabínica. Al llegar con ella al cementerio de Montparnasse, Béatrice intentó tranquilizar a los presentes con una dosis de humor: ¡no os preocupéis, que es una rabina laica!. Todo muy propio de Charlie Hebdo.
Lo cuenta la propia Delphine Horvilleur en un libro maravilloso, Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide, 2022), un relato deslumbrante sobre el poder sanatorio de la palabra precisamente en un momento, el del duelo, en el que las palabras pueden dejar de comunicar cuando chocan contra la pared del dolor. La rabina Horvilleur no es laica, claro, pero reivindica una laicidad trascendente porque “hay en ella un territorio más amplio que mi creencia, capaz de acoger al otro que ha llegado a él para respirar”. Es decir, que sus creencias no son hegemónicas y no trata de convencer al otro de que posee la única verdad.
Esta es una manera de reconocer que el hecho religioso existe más allá de la religión, o por mejor decir, de la práctica religiosa. Ser laico no implica necesariamente ser un descreído. Cualquier persona puede sentir en un momento dado la necesidad de llenar un vacío u obtener unas respuestas que no se encuentran en la Biblia, la Torá o el Corán. Y todo eso puede suceder sin hacerse preguntas, por una pura pulsión de vida. Quizá el Misterio no lo sea tanto.
La pasión de Cristo es capaz de conmover con tanta fuerza que sería injusto restringir esa emoción a los católicos practicantes. Por eso un agnóstico puede llorar escuchando una saeta o ante el paso de la Macarena. Dice Horvilleur que “ser una rabina laica significa alegrarse de que bajo el sol haya suficiente espacio libre para que cada cual recobre el aliento”. Para explicar el creciente fervor por la muerte y resurrección de Cristo quizá sea preciso algo menos de proselitismo y más “curas laicos”, como Delphine, que comprendan que incluso entre los costaleros hay espacio suficiente para motivaciones que no son idénticas, y que es así como recobran el aliento. Quizá de esta manera, sin la amenaza cada domingo de un castigo eterno, una parte de los nuevos cofrades regresen a los templos.