Hemos escuchado, en estos últimos tiempos, más de una vez, hablar de que Canarias es un espacio especial para los “nómadas”; ese grupo de trabajadores que solo necesitan una conexión wiffi para tele-trabajar, de manera que lo mismo les da hacerlo en el salón de su casa nórdica o norteamericana que en un bar de la costa en una de nuestras islas.
De alguna manera se trata de una experiencia de vacaciones laborales, o de trabajo en tiempos de descanso. Desde la perspectiva de aquellos que tienen que fichar a la entrada o a la salida de su trabajo, son unos privilegiados. Son la envidia mundial del sector laboral. Pero…
Porque todo, siempre, tiene un “pero”.
Para que los nómadas puedan ejecutar su pretensión, otras personas han de fichar para que en el buffet del hotel tengan el zumo de naranja preparado. Otras personas han de madrugar para que puedan ponerle mantequilla y mermelada al pan que se hornea temprano. Hay quienes cierran el bar tarde y barren, friegan y suben las sillas sobre las mesas en las que estuvieron los ordenadores conectados. No es posible que el nomadismo sea un ejercicio universal.
Es, por otra parte, muy complejo que no tengamos una residencia estable y veamos crecer a los hijos, llevarlos al colegio, y acompañarles con un cuento a la hora de dormir. Es difícil celebrar aquellos acontecimientos que nos hacen sentirnos familia en cumpleaños, o eventos sociales que configuran nuestras relaciones interpersonales. Pasa como con la prehistoria: los humanos descubrieron el gusto por la cueva o la cabaña y abandonaron la libertad sin rumbo del nomadismo. Experimentaron la coherencia antropológica de la existencia de un hogar que espera para abrazarnos con otra calidez que brota también de la libertad.
La vida no cabe en una mochila, por mucho que la apretemos. Cada vez tenemos más espacio para la libertad de movimiento y cada vez serán más flexibles nuestros fichajes. Pero ese tiempo de experiencias dura lo que tarda en aparecer el instinto de conservación de la especie y las emociones paternales y maternales. Aunque seamos pedestres, nuestro mundo interior tiende a echar raíces y a asentarse sobre suelos conocidos. Es lo que tiene lo que somos.
A pequeña escala también nos ocurre a nosotros, que llevamos en la mochila un alto porcentaje de lo que hacemos. Y gracias a ella, esa bolsa inversa a la que llevan los canguros, podemos multiplicar nuestra capacidad de servicio y dedicación. Pero siempre volvemos al techo que nos cobija y al hogar que nos configura. El caracol o la tortuga son envidiables, pero solo cuando hace buen tiempo. Una roulotte siempre buscará un garaje donde reconocerse parte de la existencia. Un avión no puede estar siempre en vuelo, aunque esté hecho para volar.
Hay formatos vitales que son, aparentemente, envidiables, pero siempre esconden, en algún rincón de la mochila, un pero de limitación.