No sabía, a pesar de que podría haberlo aprendido porque aquilato años y experiencia suficientes, que los cuadros se pueden escuchar.
Me enteré de casualidad, y el momento de la epifanía llegó justo cuando estaba a punto de marcharme de la tercera planta del Museo de Bellas Artes de Castellón.
Llevaba casi una hora en la sala, deslumbrado con las obras expuestas. No era la primera vez que visitaba el lugar, solo, sin que nadie se interpusiera entre los cuadros y mi admiración.
De cuando en cuando, una funcionaria de custodia que paseaba por los pasillos, se aproximaba con delicadeza, cumpliendo con sus funciones de controlar sin ser percibida.
Nada más acceder al recinto, tras empujar la puerta, me encontré a la derecha un cuadro enorme, colorido, exuberante, con texturas generosas, como si el autor no hubiese estado preocupado por la inversión en materiales y pigmentos, con una figura principal en el centro de la atención y multitud de personajes secundarios.
Justo por debajo del título: “Entrada triomfal del Rei Jaume I a la ciutat de Valencia 1884” firmada por Fernardo Richart Montesino, me llamó la atención un cubo negro, especie de archivador abierto por su cara superior que contenía objetos, con un rótulo que explicaba “Museo sonor”.
En otros pasillos se repitió la experiencia, tropecé con nuevos cubos, algunos rojos, dispersos, siempre debajo de obras singulares, lo que estimuló mi ignorancia para dirigirla a una suposición, la que me dictaba que podía estar frente a un proyecto de arte contemporáneo hermanado con la pintura de todos los tiempos, que en vez de mostrar sugiere, pregunta, perturba.
Al ver, debajo de un paisaje abstracto, representando fragmentos de naturaleza, con rocas, verdes, y horizonte, reafirmé la falsa creencia al ver lo que estaba en el suelo: dos rollos de lo que parecían ser lienzos, una botella de agua de plástico, especies de artilugios sonoros y una manguera azul.
Cuando la joven funcionaria, que hacía la enésima ronda cuidadora, volvió a toparse conmigo, le pregunté el nombre del autor de la instalación que utilizaba elementos cotidianos, si es que se trataba de eso.
No, me corrigió, “Es un taller que está haciendo el museo dirigido a niños”. Luego me enteré que podían sumarse participantes de 10 a 99 años.
No insistí con nuevas preguntas, el espacio invitaba a guardar silencio, además, la respuesta me conformó, así que me dispuse a continuar por las salas que me faltaban, repartidas en otras plantas de un edificio que, en algún momento de su historia, recibió parabienes por la originalidad de su diseño.
En el preciso instante en que me disponía a abrir la misma puerta por la que había entrado, otra persona lo hizo por mí, accediendo un señor seguido de una columna bien organizada.
Disciplinadamente, se dispusieron frente al cuadro enorme, y el señor que entró primero, con el auditorio bien dispuesto en una especie de paréntesis abierto hacia el arte, comenzó su disertación.
A parte del auditorio, constituido por cuatro jóvenes con discapacidades, tres en sillas de ruedas, otro de pie y cinco cuidadores, le costó entrar en materia, pero lo hicieron cuando quien estaba de espaldas a la pintura comenzó su “función”.
Aunque se expresaba en valenciano no tuve que hacer ningún esfuerzo para entender, porque la comunicación y empatía le salían hasta por las orejas. Además, contaba con la complicidad de las docentes que acompañaban a los chicos.
"Estamos frente a este cuadro que es el mayor de los que alberga el museo, ustedes pueden verlo, pero, ¿sabían que también lo pueden oír?”
Acto seguido empezó a referir lo que mostraba, repitiéndolo con distintas entonaciones e igual entusiasmo, describiendo al personaje principal, montado en un caballo blanco.
Le puso nombre, relató historias, dijo que se llamaba Jaume, que era rey, y estaba a punto de entrar triunfante a Valencia, mostrando un hecho que había sucedido hacía muchísimos años.
Habló de la lucha contra los musulmanes, de su victoria en las batallas y que por eso la gente lo vitoreaba, sembraba flores a su paso, y los caballeros desfilaban orgullosos.
El anfitrión, en un momento determinado, se acercó a la caja y sacó de ella cocos, en realidad medios cocos, que repartió a los oyentes.
Les enseñó a usarlos, golpeando uno contra otro, de tal forma que simulasen el sonido de caballos, el del propio rey y de quienes lo acompañaban, primero tenue, ganando en intensidad conforme se acercaban a nuestra posición.
Del “contendedor” de ilusiones aparecieron campanillas, otros elementos, y se elevaron salvas, vítores, hasta que se desató la algarabía. “¡Visca el Re don Jaume! Aplausos para el rey que entra a Valencia para luchar a favor de la libertad, sientan cómo aplauden, aplaudamos, bravo, ¡bravo por el rey don Jaime I de Aragón!”
El homenaje nos había contagiado, los presentes batíamos palmas, dentro del cuadro, por quienes se inclinaban ofrendando gloria al monarca, fuera de él, por los cuidadores, que se prodigaban en caricias y afectos a los chicos. Lo que nadie sabía es que eso no era más que un ensayo.
De pronto algo parecido a un plumero se transformó en micrófono y el responsable, tras hacer una serie de pruebas y propalar desde su teléfono una marcha triunfante, introdujo con su voz la entrada del rey. Más de 500 años después sería interpretada y grabada por personas con capacidades diferentes, tutores con superpoderes y un maestro de ceremonia y funcionario del museo: José Caño.
Fue tanta la emoción que no pude evitar que se transformasen en lágrimas. Por suerte, no comprometí con mi lluvia el clima del cuadro, la escena continuaba luminosa.
Horas después, cuando regresaba a la casa que me acogía, volví a ver la misma procesión virtuosa de chicos y maestros, uno detrás de otro, ingresando a Castelvell, Colegio Público de Educación Especial.
El nombre me hizo pensar: especiales, ¡sí especiales!, seres capaces de transformar las rutinas del trabajo en pura magia.