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Enfrentando la tormenta

Por Daniel Molini Dezotti
domingo 15 de octubre de 2023, 05:00h

Una especie de parálisis me ha bloqueado las ansias de escribir. No es que no se me ocurra nada, es que nada de lo que se me ocurre es importante o digno de ser expresado en este momento, en que parece estar derrumbándose el mundo.

Me instalo frente al ordenador con la disposición de siempre, sé que tengo tareas por delante: terminar la crónica de un viaje, completar el último capítulo de una novela o redactar algo más de un folio con reflexiones que puedan ser útiles para publicar en el diario.

Pero no lo consigo, es tanto el agobio de estas últimas semanas que las energías parecen colapsadas, por culpa de incendios, sequías, guerras, alteraciones climáticas, violencias, o enajenados irresponsables, a la postre responsables de genocidios.

Creo que mis capacidades han colapsado, tendré que averiguar si de forma temporal o definitiva, y me temo que no solo me haya sucedido a mí.

De hecho, un corresponsal de la República Argentina, me ha mandado el comunicado de una periodista en las redes sociales, donde pide disculpa a sus lectores por no haber sido capaz de asumir la colaboración semanal.

La incompetencia para enfrentarme a tantos desastres y la consciencia de haber enmudecido me ha llevado a analizar distintas formas de abordar el desamparo y la angustia a la que nos someten los hechos trágicos, las noticias que los propalan, y la desesperación que estalla como bombas en múltiples latitudes.

Y hacerlo de forma que hiciera innecesario el uso de las palabras de siempre, las mismas que ya están gastadas, asustan, amenazan y no ayudan a cambiar nada, sino aplicándome a letras que puedan servir de consuelo, si es que es posible eso cuando el daño es inmenso, irreparable.

En fin, no encuentro voces que ofrezcan perspectivas valiosas, que me ayuden a remplazar mi habla, que se quedó afónica, condenándome a un silencio que corre el riesgo de perpetuarse.

Está escrito, lo he leído, que en medio de los desafíos sin precedentes a los que nos enfrentamos, es comprensible sentirse abrumado.

También que las noticias diarias traen consigo una carga constante de angustia, lo que puede generar un panorama desolador, haciéndonos vulnerables, impotentes, incapaces de encontrar el camino hacia alguna solución.

Y es entonces, cuando el catálogo de desgracias se completa, cuando no queda ninguna miseria que se libre de ser enumerada, cuando algunos dan consejo y otros, como en mi caso, se desaniman.

No me sirve quienes aseguran que en lugar de dejar que la angustia y la desesperación nos consuman, podríamos canalizar esas emociones hacia la acción positiva, ¿a modo de inspiración?

Tampoco aquellos que aseguran que el lenguaje puede ser una herramienta poderosa para transformarla en propuestas, y que en lugar de usar conceptos que asusten, elegir otros para inspirar esperanza y unidad.

Ya me lo han dicho, suelo abusar en mis columnas de vocablos que parecen gastados: solidaridad, compasión, comunidad, empatía, o la misma esperanza, tan castigada que ha perdido el brillo que la define, enterrada entre los escombros de una realidad que nadie merece.

Entiendo a quienes propugnan que antes, mucho antes, cuando éramos proyecto de humanidad, estábamos peor. También que es indispensable recordar que no podemos arreglar el mundo de hoy para mañana, que sí podemos cambiar la forma en que lo percibimos, también que en lugar de ahogarnos en un océano de negatividad, podríamos trasladar historias ejemplares, que a pesar de estar ocultas entre fuegos, balas, pateras, cayucos y naufragios, también están presentes.

Lo entiendo, pero hoy son incapaz de encontrarlas, impotente para escribir nada.

De milagro conseguí plasmar cuatro generalidades, solo por respeto a los lectores y por honrar el compromiso dado al editor.

No obstante, hoy, estoy seguro, debí quedarme callado.

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