Hace años publiqué un artículo criticando la política de una empresa multinacional con fuerte implantación en las Islas Canarias, acostumbrada a anunciar productos poco saludables ofreciendo premios escondidos debajo de las tapas.
El exceso de azúcar y grasas saturadas que contenía el engendro, dirigido a niños, no lo hacían recomendable, por eso se me ocurrió denunciar el hecho en el diario donde apreciaban mis comentarios.
En el escrito de marras yo le preguntaba a un notable jurista las posibles repercusiones legales en caso de que me sobrepasase con algunos calificativos al describir el “alimento” y la conducta de la corporación que lo ofrecía.
El texto era inocente, pretendidamente gracioso; el abogado respondía mis cuestiones entreverando ironías y consejos, para llegar finalmente a la conclusión de que era mejor no excederme en la diatriba, de ese modo evitaría responsabilidades.
Ambos sabíamos que eso era imposible, porque todo lo que debía ser dicho ya estaba negro sobre blanco en el encabezamiento, en el título y en los párrafos que lo seguían.
Cuando el texto apareció en los quioscos no sucedió nada, hecho normal; lo habitual es eso, que no pase nada, pero un par de días después recibí una llamada del director convocándome a una reunión.
No me sorprendió la cita, solía acudir de vez en cuando a la redacción donde saludaba a los amigos que fui haciendo a lo largo de lustros de colaboración, sin ocultar que era grato se me brindase la posibilidad de expresar algunas de mis preocupaciones.
Llegué puntualmente, el director me saludó con la misma efusividad de siempre y acto seguido me alcanzó una carta diciéndome que tenía que leerla.
Estaba dirigida a él, en su carácter de responsable de la sociedad editora. Ya desde el principio, tras el rigor de la fecha, el firmante prescindió de las buenas maneras, porque comenzó a analizar mi artículo de forma grosera, calificándome como un ser miserable, que si quería los premios que se ofrecían en las tapas los fuera a buscar, que era un indocumentado y me los regalarían.
No puedo recordar si también mencionaba algún ancestro, pero es posible que el panteón familiar hubiese sufrido alguna sacudida tras las agresiones disparatadas.
En los párrafos finales, antes de despedirse, el alto ejecutivo de la empresa de alimentación dejó perfectamente fijada su postura, exigiendo al director que me prohibiese seguir escribiendo la columna, y también, que si no lo hacía, retiraría a propaganda, que no era poca, contratada con el medio.
Cuando inquirí si antes de prescindir de mis servicios me dejaba la posibilidad de despedirme de mis lectores y explicar los motivos, el director, que era y es un señor, me dijo que no, porque seguía contando conmigo. El único favor que me pidió fue que me olvidase del asunto.
Fue así como aprendí que podía criticar en la prensa a presidentes, gobernadores, guerras, genocidas, políticos nacionales, internacionales, mercaderes de la avaricia, todos con nombres propios, despreciarlos por su comportamiento o por lo que fuera.
Durante años manché todo lo que pude a quien, según mi juicio, lo merecía, alojándolos en los círculos más profundos del infierno, y hacerlo sin consecuencias ni censuras.
Creo, sinceramente, no estar orgulloso de los resultados, tampoco de haber conseguido algo, si acaso, una especie de catarsis personal, la misma que se genera tras un buen grito, arrancando el aire desde las entrañas hasta quedar afónico.
Todos sabemos que un artículo no cambia nada, a menos que quien lo escriba sea una estrella mediática, capaz de conseguir multiplicar la venta de antigripales con un simple estornudo, pero está claro que esa persona no soy yo.
Todo esto viene a cuento por lo sucedido en las Islas Malvinas, tema que al que me referí la semana pasada, que resumo en este punto.
Un barco, de nombre Norwegian Star, llegó a Puerto Stanley o -me corrigen- Puerto Argentino, que anuncia como destino. No pudo desembarcar, como le ocurrió, le ocurre y ocurrirá muchas veces, dado que allí el clima y los vientos no permiten que las lanchas cumplan el cometido de acercar los turistas a tierra firma.
Eso generó malestar en argentinos que estaban allí, para honrar a familiares fallecidos en la guerra, enterrados en el cementerio de Darwin.
Como eran muchos los afectados trasladé el hecho a decenas de diarios de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Rosario, ofreciendo testimonios de veteranos, ex combatientes, padres o tíos de soldados que no pudieron cumplir con el único cometido por el que había abordado el barco.
Intentaba transmitir que ese crucero es el único modo de llegar al lugar, pero ni una sola de las cabeceras importantes, nacionales o locales, tuvo la deferencia o cortesía de responder, como si a nadie interesase que Norwegian Cruise Line ofrezca cosas que -a pesar de aclararlo con letra minúscula- no puede cumplir, y que cuando lo hace es una excepción.
Algunos lectores lectores agradecidos me hicieron sentir menos inútil, como Enrique Quintas, quien alentaba: “... es bueno difundir estos hecho que perjudican a tantas personas en lo emocional y económico. Soy viejo Antártico de la Fuerza Aérea Argentina y Veterano de esa guerra 1982. Por mi nota que envié al capitán del crucero fui solicitado a una charla a través del Jefe de Seguridad de buque. Por supuesto se aferraron a los límites de seguridad, que es lógico se cumplan y como veterano aeronáutico siempre he respetado.
Pero abandonar las islas a tan temprana hora demostró la falta de sensibilidad de los responsables de la naviera. Le cuento que en el viaje anterior al nuestro, no solo bajaron en Malvinas, tampoco en Punta Arenas, por lo que estuvieron al borde de un motín.”
Un hecho, para ser reseñado en la prensa, ¿necesita siempre víctimas, violencia, dolor, sangre? ¿Será verdad que los dueños de la tinta -por no decir anunciantes- son los que determinan lo que se va a trasladar a las rotativas?'
En este caso, la compasión, angustia, tristeza, la falta de comorensión, no generó ningún titular.
Sólo queda repetir una expresión común que existe en la República Argentina cuando alguien se queja y no es atendido: “Andá a cantarle a Gardel”
En eso estamos, eso sí, ya bastante afónicos.