Estoy leyendo un interesante libro de aforismos de Nassim Nicholas Taleb. Se llama “El lecho de Procusto”. Ya saben, ese mito griego en el que se le cortaban las piernas a los que no cabían en la cama. Taleb, nacido en Líbano, se formó en los EEUU y es, entre otras cosas, profesor de matemáticas. Me gustan los profesores de matemáticas aunque tengan fama de chiflados. Siempre es mejor fiarse del que aplica la lógica como base de sus deducciones que del que usa la estadística para arrimar el ascua a la sardina de sus convicciones. Se trata de la libertad y de que ésta se alcanza sin mediatizaciones, sin la intervención de profetas ni facilitadores, que es como llaman en Venezuela a los agentes cubanos que vienen a culturizar políticamente al pueblo con la excusa de alfabetizarlo. En las primeras actuaciones de Hugo Chávez destacaba la llamada “operación cataratas”. Todos los viernes venía un avión de La Habana cargado de oftalmólogos con el objeto de devolverles la visión a los que luego había que enseñar a leer para que así entendieran el “Patria o muerte” o “La historia me absolverá”.
El aforismo de Taleb dice: “La principal razón para ir a la escuela es aprender a no pensar como un profesor”. Yo me atrevo a hacer la interpretación pasiva afirmando que la principal obligación deontológica de un profesor es enseñar a pensar a sus alumnos sin influirles para que piensen como él. Quiero decir, alejarlos de que decidan siempre en el sentido de lo políticamente correcto, enseñarles el valor del procedimiento crítico, entrenarlos para que se conviertan en hombres libres. Esta labor ya la ejercen sobradamente los medios de comunicación, a sueldo de las ideologías de turno. Si viniéramos preparados desde la escuela ofreceríamos una mayor resistencia a estas cosas, pero ahora se trata de moldearnos desde que somos infantes para que veamos al mundo bajo el prisma del sometimiento al pensamiento único. Yo no suelo creer en teorías de la conspiración, pero está claro que alguien lo planifica, lo reglamenta y lo convierte en obligaciones curriculares.
Cuando fui al colegio ya sabía leer. Sabía hacerlo al revés, de ahí viene probablemente mi afición por los palíndromos, porque me ponía frente a mi hermano para intentar descifrar el libro que él veía al derecho. Así que desde pequeño mostré cierta resistencia a los modelos que me sirvió más tarde para elevar mi nivel de inadaptación. De cualquier forma, no recomiendo a nadie que ponga en práctica estas cosas porque se pueden convertir en peligrosas, como todo aquello que intenta consagrar nuestra autonomía personal por encima de lo demás.
Estoy descubriendo en Taleb a un personaje con la rebeldía suficiente para demostrar que en el liberalismo, en la defensa de lo individual, existe más contestación que en las ideologías llamadas progresistas, que son las que muestran una mayor tendencia a uniformarnos. Y nosotros siempre pensando que era al revés. A este aforismo que comento le sigue otro no menos interesante: “En los días de Suetonio, el 60% de los educadores (gramáticos) eran esclavos. Hoy la proporción es del 97,1% y va en aumento”. A pesar de estas cuestiones escucho una crítica a un posible renacimiento de la censura. Hasta Martirio, esa especie de revolución del folclore consistente en ponerle unas gafas de sol y una peineta de diseño, parece elevar una débil protesta, como saliendo de una audición evanescente de Caetano Veloso en una película de Almodóvar. A la sociedad española le repugna la censura, de la misma forma que Pam intente influir en los niños para aclararles sus opciones sexuales, o que el presidente le plante dos besos a Delcy en Europa mientras muestran una foto de Feijóo con un condenado por narcotráfico. A mí, qué quieren que les diga, que aprendí a leer al revés cuando era un niño, estas cosas no me afectan. De momento sigo leyendo a Taleb y sus aforismos y recordando el mito de Procusto para no olvidar que alguien ha fabricado una cama para cortarme las piernas si no entro en ella con las medidas adecuadas. Ya me entienden.