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Una heroicidad contracultural

Por Juan Pedro Rivero González
jueves 10 de diciembre de 2020, 05:00h

¿Quién se casa en la actualidad? ¿Quiénes sienten que el compromiso definitivo es la mayor expresión del amor? ¿Quiénes miran el mismo matrimonio con cierto nivel de simpatía actualmente? Es un hecho extraordinariamente contracultural. La corriente del río cultural es otra. Le surge espontáneamente a uno aquello de “¿Por qué llamar amor si lo que se quieren decir es sexo?”. Lo que realmente rema contracorriente es, precisamente, el amor.

Esta semana he tenido dos experiencias al respecto muy especiales. Se han casado unos jóvenes de la parroquia y, casi en paralelo, el diácono permanente que colabora conmigo celebra sus veinticinco años de casado. Y me ha surgido por dentro un grito silencioso: hay esperanza. Aún hay quienes entienden el amor como donación personal y entrega, como compartir un mismo destino, como el riesgo del compromiso y la resistencia vital a conformarse solo con un orgasmo compartido.

Amar es cuidar al otro, sostenerle en sus momentos bajos y en sus heridas espirituales. Amar es promover al otro, ayudándole a que alcance el máximo de sus posibilidades. Amar es ayudar a que su vida sea feliz. Amar es querer que otro sea feliz. Y cuando ese deseo es mutuo, cuando hay comunión de destino, cuando esa experiencia alcanza hasta la eternidad, entonces el amor es tan heroico como contracultural, tan hermoso como debe ser el rostro de Dios.

Veinticinco años dan para muchas experiencias compartidas y de todos los colores posibles. Los cuentos infantiles no describen qué fue del Príncipe Azul y Blancanieves veinticinco años después. Todo acabó en la narrativa del enamoramiento. Pero esa es la primera etapa de una historia de amor humano. Con un cuarto de siglo a las espaldas, los hijos ya van siendo autónomos e independientes, comienzan a hacer su vida, y el amor descubre los primeros síntomas del nido vacío. Y esa crisis se convierte en don para quienes actualizan la decisión de seguir cuidando de la otra persona, ayudándole y promoviéndola.

Veinticinco años son muchos años, tantos que convierten la celebración en plata de ley. Ya hay un buen precio por esa fidelidad compartida. Al pensar en esto siempre me surge aquel hermoso comentario de un “aprendiz de cristiano” que, orgulloso de su condición de periodista, describía la evolución del amor en estas expresiones maravillosas y tiernas: “Con 30 años poner la mano sobre el muslo de mi esposa me excitaba; con 60 años siento que ese muslo es mi pierna”. Es parte de mí, es un yo junto a mi mismidad. No se pierde la capacidad de excitación, pero hay una mutua identificación que realmente les hace uno.

Veinticinco años son, por otra parte, pocos. Muy pocos para imaginar aún un final de la novela. Es tiempo para renovar el compromiso de compartir la historia. Aún queda camino. Aún la otra persona tiene mucho que aportarte a ti. Aún queda espacio por llenar en la vasija.

El diácono que colabora conmigo está a punto de cumplir veinticinco años de matrimonio. Felicidades por la fidelidad compartida.

Bienvenidos los héroes que reman contra corriente.

Juan Pedro Rivero González

Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife

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