“Utilizamos oxígeno activo y detergentes premiun. Puedes lavar aquí ropa, almohadas, cojines, sábanas, edredones…”
Mi esposa aseguró: “Este es el sitio, aquí vamos a lavar el cubre sillón -no dijo eso sino su nombre- el que cubre el sillón grande -tampoco lo dijo de ese modo-”
Debíamos entregar el piso que nuestra hija alquilaba en Valencia y para dejarlo flamante necesitábamos devolver al citado paño su antiguo esplendor.
Al ver que ese sitio era apto fuimos a buscar la “prenda” y regresé sólo, cargado con la manta gigante, ¿no era un cobertor?
Un buen señor, que terminaba de sacar sus cosas de un artilugio me asesoró el modo en que debía programarlo, las monedas que necesitaba, y el modo de acomodarlo dentro de un tambor enorme.
El orgullo contumaz que me tiene poseído me impidió que fuese mi mujer la que me lo explicase, “Escucha”, le dije, “Recuerda que estudié dos carreras, leí libros, manuales, no hace falta que me cuentes el modo en que funciona una lavadora.”
Por supuesto hacía falta, pero ella no se enteró.
Cuando terminé de programar, temperatura, tiempo, calidad de centrifugado y pagar, apareció en un visor una letra y un número: T31, mi asesor me aseguró que ese sería el tiempo que tardaría en completarse el proceso: 31 minutos.
Al lado, dos armatostes habían detenido su marcha sin nadie que reclamase su contenido, eso no podía pasarme, así que puse en marcha el cuenta pasos que me funciona a modo de cronómetro y me crucé a la iglesia de enfrente, de Santa Catalina y San Agustín.
Eran algo más de las 10 de la mañana y dentro había feligreses, un sacerdote muy elocuente estaba celebrando la Santa Misa.
En ese momento declamaba unas plegarias y los asistentes respondían “Te rogamos Señor”, yo también lo hacía, sobre todo cuando imploró “Pongamos amor donde no haya amor·”
Escuchaba atento, mirando la luz que entraba a través de unos ventanales de alabastro que iluminaban el altar, que parecían reverberar los ruegos y ofrendas salidas de textos de San Juan de la Cruz.
Mi sitio, al ser el de los últimos llegados, estaba al final de la nave, pero no exactamente en el límite, porque todavía más allá un sacerdote con sotana blanca confesaba.
A punto estuve de ir a hablar con él, para comentarle que creía estar perdiendo la fe adquirida en mi niñez y juventud de monaguillo, que aunque seguía yendo a las iglesias no era para rezar, pedir, agradecer o cumplir con los mandamientos impuestos a todo buen cristiano, sino con el objeto disfrutar de sus bellezas, de las historias escritas al alcance de la mano, de un ambiente recogido.
En esos pensamientos estaba cuando decidí que mejor que una confesión sería invitar al cura a tomar un café.
No pude hacerlo porque se marchó con un repartidor que parecía Papá Noel, le faltaba barba blanca, birrete y barriga. Recogió una caja enorme de cartón, ligera, y con ella desapareció por la sacristía.
Cuando concluyó el oficio religioso me marché, todavía faltaban 10 minutos para recuperar la manta / colcha/ edredón o lo que fuera, así que, sin perder de vista la tintorería caminé por zonas aledañas.
Mirando al suelo tropecé con una tarjeta mojada, pisada, doblada. Pude comprobar que se trataba de una lista de cosas para hacer, con un título grabado: “Pequeñas cosas para grandes días”
Debajo se leían apuntes, cada uno en un renglón diferente, con tildes los ya efectuados: “Correo; Carmela azulejo; Lámpara, ver; Farmacia: ¿Xuso tiene medicamentos? ¿Cita S.S, E y por qué?; Droguería, ferretería, antical- obra; Limpiador Mercadona, rayas suelo interior; ¿Etam? Marta ¿peludo largo con cremallera? Rebajado. ¿Primark?”
Me acordé del sacerdote, de aquello de poner amor donde no lo hay, y me alegré por la persona que redactó el “ayuda memoria” y por toda la gente que también lo pone, al amor, donde hay. Me pareció otra hermosa forma de rezar