El vídeo publicado ayer por la edición digital de El País, mostrando la distentida conversación entre dos excombatientes de la Batalla del Ebro en nuestra contienda civil -ambos rondando la centena- es una excelente muestra del sentido del pacto sobre el que se fundó nuestra Transición, y una gran lección para quienes no vivieron aquella trepidante época.
Hacer justicia con las víctimas, fueran del bando que fueran, es también un deber moral ínsito a la reconciliación que cuajó en la Constitución de 1978. Por tanto, presentar, como hacen algunos, nuestra Carta Magna como un instrumento para rechazar, impedir o dificultar esa restitución simbólica es simplemente mentir.
Pero la reconciliación implicaba también sustituir la venganza y el resentimiento que, con razón o sin ella, anidaban en muchos familiares de esas víctimas o de quienes, sin tenerlas, se sentían perdedores de aquella triste guerra, por el deseo de concordia, es decir, de vivir en paz con quienes no piensan igual que nosotros renunciando para siempre a resolver las diferencias violentamente y olvidando las afrentas.
La Guerra Civil española enfrentó a amigos y hasta a hermanos, cuyas ideas podían no tener demasiado que ver con las de aquellos para los que empuñaban las armas. Lo viví en carne propia en mi familia. Uno de mis parientes más cercanos, persona que siempre profesó moderadas ideas de derechas, combatió en el bando republicano y a punto estuvo de ser enviado a Rusia para recibir instrucción en materia de guerra química. Mientras eso sucedía, sus hermanos batallaban para las filas nacionales, a solo unas decenas que kilómetros, tras la línea de frente de la Ciudad Universitaria. El drama de todos ellos, los hermanos ‘nacionales’ y el hermano ‘republicano’, fue que su madre fuera asesinada en Madrid por un comando de milicianos, ante los aterrorizados ojos de sus hermanos menores, bajo el absurdo pretexto de las ideas derechistas de su ausente marido, padre de todos ellos.
Otro de mis familiares, que se declaraba afín a las ideas socialistas, participó en cambio en las últimas fases de la guerra como integrante de la llamada “quinta del biberón”, vestido con aquellas capas de lanilla con el yugo y las flechas y con su boina colorada. Así intervino en el desembarco de Cartagena y en la fractura de la zona republicana entre Vinaròs y Benicarló, que significó la puntilla para la República. De adolescente, me gustaba escucharle contar sus peripecias. Un día, me confesó que, cuando Franco entró en Valencia, durante el habitual desfile triunfal, él se hallaba tras el Jefe del Estado, a escasos metros, armado con su Mauser. Paradojas de una contienda fratricida que ahora se quiere simplificar en un escenario de republicanos buenos y de nacionales malos, como, durante treinta y seis años, se hizo a la inversa.
Mis dos parientes eran cuñados. En vida, discutían mucho de las cosas más variopintas, pero jamás les escuché reprocharse nada de la guerra civil. Cuando llegó la democracia, uno -el ‘republicano’- participó activamente en los inicios de la UCD y el otro -el ‘nacional’- era un sentido partidario de Felipe González.
Se querían y se admiraban de verdad, más allá de su diferente visión de la política y del anecdotario cruel de su participación en la guerra.
Concordia es una hermosa palabra cuya etimología nos habla de acompasar corazones. Ahora que nuestra Constitución va a cumplir 40 años, el mejor homenaje que podemos hacer a nuestros mayores, forzados combatientes de la Guerra Civil, es que todo cuanto hagamos en su memoria esté presidido por ese sentimiento que ellos pusieron por delante de las desgarradoras vivencias que les regaló el destino.