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Medias tintas

Por Jaume Santacana
miércoles 11 de enero de 2017, 02:00h
Soy una persona de medias tintas. Siempe me he considerado alguien a quien los conceptos cerrados no le han interesado nunca. Partiendo de la tímida base de que no he entendido jamás que la gente se considere socialista, anarquista, de derechas, progresista, nacional-catolicista, fascista, comunista, populista, laico o fraile; ni amantes de mitos del cine americano o de locutores de radio famosos, o de cantantes concretos, o de detractores de la política de Merkel; ni de partidarios del aire acondicionado o de los felpudos excesivamente llamativos; o de aficionados a los perros o gatos; o de partidarios del mar o de la montaña; o de devotos del azul o del rojo..., partiendo de esta base, decía, me siento inclinado, casi siempre, a contradecir las tesis rotundas de toda esta humanidad que tienen claras sus ideas. ¡Es un disfrute!

No hay nada que me produzca más placer que jugar el papel de antisocialista con un socialista; que rebatir, contundentemente, las tesis de un anciano anarquista (de los de antes: no los de Podemos); que desnudarme como de izquierdas ante un personaje de derechas (de los de la CEDA, no como los del PP); que actuar como reaccionario ante un pesado progresista; que declararme seguidor del obispo Casaldáliga ante un seguidor del cardenal Gomá; que seguir las lecturas de Oriana Falacci ante un fascista; que defender las ideas de Churchil ante el Donald Trump de turno; que situarme a favor de la a la Iglesia católica ante un ateo; que sostener que Mastroianni da mil vueltas a Clark Gable; que pensar que Federico Jiménez Losantos es mucho más objetivo que Iñaki Gabilondo y Carles Francino juntos; que demostrar a un fan de Bob Dylan que de poesía nada de nada; que hablar con un militante de Merkel y comentarle que la alemana no viste correctamente; que afirmar que no soporto el aire acondicionado (que reseca la garganta) ante un borde acalorado que intenta besar la rejilla del aparato; que criticar a los vecinos que exponen ante su puerta felpudos que son demasiado realistas; que exponer que no soporto a los zoófilos que aman con locura a perros ni a gatos; que yo pueda explicar a los que les gusta el mar que prefiero la montaña y a los que les gusta la montaña que soy un entusiasta del mar; a los del azul, que el rojo es mucho más bonito y a los del rojo que el azul calma los espíritus.

Creo, sinceramente, que la postura más civilizada -en lo que se refiere a opiniones personales- es la de no significarse. La dialéctica es (y ha sido siempre, desde que el mundo es mundo) el motor que ha hecho avanzar a los humanos. Ante las posiciones más radicales -habitualmente las más intransigentes- la única salida digna es ir a la contra. Puede parecer una actitud de defensa pero en realidad es un ataque en plena regla. Las personas de pensamiento único suelen ser unos payasos, unos fantasmas, unos pobres desgraciados que no tienen nada más a su alcance que las orejeras de los burros.

Al igual que los mil matices del gris son mucho más ricos que el escueto blanco o negro, así, las medias tintas reflejan una galaxia de globalidad íntegra y filosóficamente abierta al pensamiento general.

Al cuñado imbécil hay que lucharle con indecisiones, con creencias etéreas, con la controversia constante que le desarme.

La pena es que él (el interlocutor de turno) nunca lo va a comprender, sea socialista, anarquista, de derechas, progresista, fraile, amante de los perros, del aire acondicionado, etc.

Mentes cerradas; mundos desconocidos.

Nada que hacer.
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