Río y lloro
miércoles 24 de agosto de 2016, 05:00h
En el momento de escribir este papel, hace escasamente doce horas que se han clausurado oficialmente los Juegos Olímpicos de RÍo de Janeiro, en Brasil. Ese número de horas es, precisamente, el que llevo llorando; no lo puedo evitar; cada vez me pasa lo mismo. No asumo, no puedo aceptar, que el espíritu olímpico se apague, como su llama, y tengamos que esperar otros cuatro años para revalidar nuestras emociones. Debo reconocer que los Juegos me enloquecen: ese colorido, ese fair play, el sudor y el esfuerzo de sus participantes, el espectáculo de los podios con sus himnos, banderas y medallas, las ceremonias de apertura y clausura con sus discursos, sus desfiles y su parafernalia escénica de luces y sonido con un ritmo escalofriante... ese todo, ese conjunto, me sume en un estado emotivo de colosales dimensiones.
Pero eso no es todo. Observar cómo el mundo se empapa del espíritu olímpico me hace recordar que vale la pena vivir. Durante el período de las competiciones se repite el espíritu navideño, cuando la gente se abraza por las calles, los cuñados te besan en la mejilla, los niños lloran al desenvolver los regalos, los jóvenes se levantan en el autobús para dejar que los ancianos reposen dignamente y los ladrones y asesinos disminuyen, ligeramente, sus actos delictivos.
A mí, particularmente, me chiflan todos los deportes que se practican -eso que ahora se suele llamar disciplinas- pero, como todo el mundo, uno tiene sus preferencias: el tiro al arco, por ejemplo, me apasiona; observando el temple de sus participantes mientras tesan el artilugio prehistórico se me hace un nudo en la garganta; la halterofilia, otra que tal, con aquellos músculos a reventar y los rostros comprimidos por la titánica labor que representa levantar unos quilos casi inasumibles; y, finalmente, el tenis de mesa, el tradicional ping pong, deporte que relaja a jugadores y espectadores, que nos ofrece a todos juntos unos momentos inolvidables de placidez y serenidad: aquellos movimientos lentos y como aletargados que dibujan las palas de los contrincantes junto con el reposar de sus cuerpos mientras ejercen su particular competición. ¡Qué delicia, Dios mío!
Por todo eso, y por mucho más, derramo mis lágrimas cuando el espectáculo universal echa el cierre y el mundo vuelve a su rutina diaria: los abrazos te los dan los buscadores de Pokémon circulando a toda leche por las aceras, los cuñados se empeñan en demostrarte que son, además de cuñados, amigos; los niños lloran porque no tienen regalos que desenvolver; los ancianos mantienen sus estoicas posiciones apoyados en las barras de hierro del autobús mientras los “porristas”, sentados, refuerzan su cultura releyendo a Albert Camus y los chorizos comunes y sicarios varios insisten en atracar, estafar, robar, maltratar y, si se tercia, pelar a unos cuantos humanos.
Ahora, en estos momentos, la realidad es tristísima: tendremos que esperar cuatro años para reintroducirnos en las entrañas del bienestar general que generan los Juegos Olímpicos. Paciencia.
POST SCRIPTUM:
Aviso para navegantes: a ver si se enteran de una puta vez los llamados medios de comunicación de que los Juegos Olímpicos son una competición que se realiza en un período de tiempo determinado (unas dos o tres semanas) cada cuatro años, mientras que las Olimpiadas son el espacio de tiempo que transcurre entre unos Juegos Olímpicos y los pasados o los siguientes. De manera que ya basta de publicar o anunciar que tal atleta mozambiqueño ha ganado el oro en las Olimpiadas de RÍo de Janeiro. Durante las Olimpiadas no se reparten medallas, ¡joder!