Muere Björn Andresen a los 70. Era el Tadzio de “Muerte en Venecia”, un chico de 15 años que descubrió en Suecia Luchino Visconti con cierto parecido al ángel que pintó Leonardo da Vinci en “La virgen de las rocas”. Era el símbolo de la belleza de una novela que planteaba un debate sobre la estética y una película extremadamente delicada en la exposición de esos detalles. La vi en aquellos años y reparé en la conversación que tiene el protagonista, Gustav Aschenbach, con un colega en unas montañas del Tirol. Leí la deliciosa novelita de Thomas Mann y no encontré ese pasaje por ningún sitio.
En realidad estaba sacado de “Fausto”, otro libro extraordinario del premio Nobel alemán. En la novela de Mann, Aschenbach es escritor y Visconti lo transforma en compositor, que es el oficio de Adrián Leverkünn, el protagonista de “Fausto”. Entonces me pregunté qué llevo a los guionistas a aquella traslocación convirtiendo a los escritores en músicos y a transponer escenas de una obra a otra para conseguir un mayor efecto sobre el principal objetivo del film: destacar una tendencia al erotismo y relacionarla con la muerte. A la vida como una sustitución donde se entrega lo sobrante, como en un orgasmo en el que la rémora acaba transformándose en un viaje incierto de unos espermatozoides que no se sabe si llegarán a su destino.
Esta idea de relacionar a Eros con Tanatos ya está en Freud y sobre todo en Georges Bataille (“El erotismo”). También aparece en Gabrielle D’Annunzio, en su obra “Il Piacere”, donde puede aparecer el nexo con Visconti, que basó su última obra en un relato de este representante del fascismo italiano: “El Inocente”. Ahora pienso en esta conexión fatal de los contrarios y le hallo sentido a muchas cosas. Visconti y D’Annunzio, el fascismo y el comunismo, y no me queda más remedio que recurrir al espléndido libro de Antonio Scurati sobre Mussolini: “M, el hombre del siglo”, donde deja claro que uno no puede existir sin el otro.
Todas estas cosas me vienen al pensamiento para entender que del encuentro de los enemigos salen las conclusiones contradictorias que acaban fijando los cánones que se convertirán en principios estéticos indiscutibles, en las normas aparentes de la belleza y de la perfección. Pero luego veo la fotografía de Bjön Andresen y compruebo cómo el tiempo lo desmorona todo y convierte al ángel de “La virgen de las rocas” en un escombro que no aporta nada al recuerdo, con su barba blanca y su aspecto de pordiosero. El ángel es eterno, Tadzio también, pero Bjön es una piltrafa porque esta sujeto a ese relevo fatal de la vida.
Ese debe ser el mensaje que pretende atrapar a la belleza en un momento aislado de su existencia efímera, igual que lo hace con una idea que deja de ser actual para convertirse en la nostalgia de lo que ya fue. Bjön Andresen no es ni siquiera eso, pero sirve para recordarnos que lo que fuimos no importa, que la belleza reside en lo que pensamos y que al mundo no lo arreglan las cremas reparadoras, ni los implantes, ni la Inteligencia Artificial. Que es otra cosa. Un instante congelado que puede ser reflejado en una película, en un cuadro o en una novela. Nada más.