He de confesar que hablar desde la experiencia da un privilegio que es compartido por muchísima gente. Pero por otra parte, supedita a quien escribe, a ser responsable con lo que se anota. Llegados a este punto, trataré de ser lo más objetivo posible, por muy difícil que se me antoje tal intención.
Soy padre de tres hijos y pocas bromas al respecto se pueden admitir para quien conoce los perfiles de mi descendencia. En los pocos aspectos que difieren de mi personalidad y físico, ha sido la aportación que les han dado los genes de mi esposa. Con esto he de confirmar que son más inteligentes que el abajo firmante y desde luego tienen un puntito de atracción animal, mucho más convincente que el que yo poseo. Pero como no es cuestión de entrar en competencias que, por otra parte podrían ser discutibles, entraré en harina con mi visión personal sobre esto de, engendrar, tener, cuidar y guiar a los hijos.
Cuando te comunican que has sido padre, el mundo se te llena de alegría momentánea. Cuando te confirman que todo ha ido perfectamente y que tanto tu pareja, como el nuevo ser que formará parte de la familia, se encuentran recuperándose satisfactoriamente, esa alegría se transforma en relajación. Llega el momento, pues, de conocer al nuevo miembro de la familia. Es posible que las lágrimas no afloraran, pero sí que tengo el recuerdo en la mente de ver un ser diminuto y extremadamente frágil como para sacarlo del camastro. La familia se empeñó en que siguiera el ritual y me lo colocan entre mis brazos. Realmente, se lo colocaron a una estatua que me representaba, pues era tal el miedo, que me sentía incapaz de mover mi cuerpo. ¡Estaba como petrificado! Y sin cómo.
No había tenido tiempo de crecer demasiado nuestro primer hijo, cuando se me anuncia que el segundo ya está en el horno y que dentro de poco, tendré la posibilidad de ver como interactúa con el primogénito. El momento llega, casi sin darte cuenta y en esta ocasión el ginecólogo, nos dice que si yo deseo entrar al paritorio. Naturalmente, aquel señor, desconocía mi escaso nivel para esos menesteres, y decliné la invitación alegando mi aversión a todo lo que signifique dolor y sangre. Prefiero verlo ya lavadito y con su ropita. Confesar mi cobardía, me deja ese resquicio de que tal vez no lo sea tanto. Aunque en la cara de mi mujer y en la de quienes me oyen dar esa afirmación, tal rendija no exista, ni de lejos, así que me resignaré a ser un cobarde profesional. ¡Qué se le va a hacer!
Pasan los años y vas viendo como aquellos seres diminutos, van cambiando de talla de ropa y comienzan a dar los quebraderos de cabeza que nadie te advierte antes de disponerte a traerlos al mundo. Sigo buscando entre mis papeles y no hay manera de encontrar el manual de instrucciones. Por mucho que auto-reflexionas no consigues entender cómo es posible que algo de menos importancia, traiga su manual y el librito de garantía y un ser humano, nada de nada. Ni siquiera traen un botón de desconexión o de eso que en los nuevos aparatos ya viene de fábrica como es el “reseteo”. Y, cuando estás tratando de convencerte de que, lo que tienes delante, va a ser algo que ha venido para quedarse, tu mujer te dice con aquella carita, entre dulce y angustiada, aquello de: puede ser que en la ocasión que ya viene, sea la niña que tenga que poner algo de equilibrio de tanta testosterona familiar. Y, tras ese anuncio y algunos meses más tarde, conoces al tercero de tus hijos. Una bendición como en el caso de los dos anteriores. ¡Otro macho para la manada!
He de decir que la llegada y primeros años de mis tres hijos, fueron momentos que viví en retaguardia, pues era época en la que comenzaba a trabajar y a forjarme una situación laboral que nos diera tranquilidad familiar. Afortunadamente conté siempre con el apoyo y empuje de quien hoy, aún, sigue siendo mi pareja, mi cocinera, mi secretaria, mi general, mi… mi todo. Gracias a ella que sacrificó sus primeros años de vida laboral para atender de forma personalizada los primeros años de crianza de nuestra floreciente familia, yo pude alcanzar un nivel más que aceptable, laboralmente hablando.
Pero, los hijos van creciendo y para entender mejor la situación que se vivía en casa, tuve que tirar del recuerdo que me dejaron aquellos magníficos documentales que veíamos, primero en la Dos y posteriormente, en los programas de “National Geographic”; veía cómo mis hijos, a medida que iban creciendo, mostraban su interés en ir marcando cada esquina de la casa como advertencia de que en aquella madriguera, no solo se tenía que hablar de un león alfa. Eso tampoco nos lo advirtió nadie, así que tuvimos que aprenderlo con el método “prueba-error”. No les diré que haya sido fácil superar esa etapa, pero afortunadamente contaba con la formación académica en pedagogía, de la “Súper Nani” que siempre ha estado a mi lado, dirigiendo mis pasos. Tampoco sé si el resultado final hubiera sido otro si yo hubiese actuado conforme a los cánones que hoy en día leo sobre los temas que tratan las relaciones paterno-filiales en lo tocante a autoridad y amistad entre padres e hijos. Si me equivoqué demasiado, que seguro que sí, confío en que mis hijos hayan tomado buena nota de lo que no se debe hacer con sus propios hijos. Yo por si acaso no les pasaré mi manual, pues seguramente iría lleno de los errores que he ido cometiendo con ellos. Tal vez sea ese, uno de los motivos por el que no se hace entrega de ese librillo.
Mis hijos, son para mí un motivo de orgullo, pues independientemente del nivel académico que cada uno de los tres ha ido alcanzando, lo que sí he podido comprobar, una vez que ya comienzo a verlos con más canas que pelo, es que son tres hombres en cuyo perfil, los conceptos relacionados con la ética, la honradez y la responsabilidad están presentes en sus decisiones. Eso no es que nos llene de orgullo y satisfacción como diría el señor demandante de la primera demanda; entre otras cosas, porque estoy convencido de que esos valores han sido adquiridos por ellos con sus propias vivencias. En casa, sí que hemos vivido con esos criterios y tal vez haya ayudado en algo, pero insisto en que una cosa que tanto mi esposa como yo hemos tenido claro es que una cosa es recomendar y otra muy distinta es imponer. Es posible que cuando cada uno de ellos, comenzaba a conocer el mundo que les rodeaba, pudieran haber tenido algunas normas impuestas por quienes teníamos la responsabilidad sobre su formación; pero pasado esos primero años, la permisividad relativa, se iba imponiendo y su aprendizaje pasó a manos de la vida misma. Sus batacazos y sus logros, les pertenecen a ellos, pues a sus padres solo les quedaba el apartado de consejos. Solo en alguna ocasión tuve que imponer con excesiva demostración de la “patria potestad”, y créanme si les digo que no es lo que mejor recuerdo. Pero a veces toca jugar de malo y ese papel, una vez que llega el feedback o retroalimentación, con el paso de los años, lo ejercí muy bien, para mi pesar.
Hoy tengo que decir que tener hijos, ha sido una auténtica bendición y que espero que, con el paso de los años, me sigan llegando nietos -Teno ha sido el primero de la tropa- para tener la oportunidad de reescribir algunos capítulos de mi particular manual de “Padre”, aunque cambie el título por el de abuelo.