Me siento en la bicicleta estática y empiezo el pedaleo. Selecciono la función tiempo y el cronómetro se pone en marcha. Van cayendo los segundos en forma de dígitos en el indicador. Él va contando hacia adelante, como corresponde a su transcurrir implacable, y yo contabilizo hacia atrás conjugando el cansancio con lo que me falta para llegar al final del ejercicio. Mis piernas se van endureciendo y la respiración se va adaptando al ritmo de los pedales. A los latidos de mi corazón les sucede lo mismo y me noto vivo luchando contra mis propias barreras.
Dicen que es bueno. Mucho mejor que no hacer nada. Casi siempre estoy sentado escribiendo. Entonces no dependo del tiempo y me da igual el que pasa. Ayer se me quemó un pollo que tenía al fuego y hoy casi me ocurre lo mismo con unos huevos que puse a cocer. Siempre dejo uno fuera de la nevera para que no se enfríe y poder hacer una mayonesa sin que se corte. Mi casa es un dúplex. Escribo arriba, y abajo, como es lógico, está la cocina. Así estoy todo el rato sube y baja para que no se me quemen las cosas.
La bicicleta está en el patio. Una araña minúscula, que apenas se ve, tiende una fibra entre los brazos del manillar y allí se balancea. Eso hace que no esté pendiente del reloj, ni ella ni yo. Pero el reloj siempre estará marcando lo implacable que es la vida. Es el recuerdo permanente de que existimos y un tormento, dicho sea de paso. Leyendo a Cervantes tengo la impresión de que para don Quijote no existe el tiempo ni tiene en cuenta a los relojes. Por eso es que vive en varias historias a la vez y es contemporáneo y antiguo, y se pasa de un mundo a otro sin que nos demos cuenta. Entonces descubro que la literatura es eso: detener al tiempo o hacerlo correr desesperadamente.
Por ello necesito ir de vez en cuando a la bicicleta, para recordar que hay una realidad, la realidad, en donde los relojes no se detienen ni se aceleran ni se retrasan. Están siempre iguales diciendo tic tac. Me veo frente al tiempo y creo que las decisiones importantes las puedo tomar en un instante. Por eso no entiendo cómo Hamás ha pedido más tiempo para pensárselo mejor y mirar si acepta la paz o decide que la guerra continúe destrozando la vida y las conciencias de la gente, para después echarle la culpa a otro.
La araña que se balancea entre los brazos del manillar de la bicicleta está desentendida de estas cosas. No van con ella, pero estoy seguro de que si le fuera la vida tomaría rápida una determinación para salvarse. Las telas de las arañas son muy fuertes y resistentes. Son capaces de aguantar el peso de uno, de dos, de tres y de más elefantes, como dice la canción. Nuestros tejidos son más endebles y se rompen al soportar la mínima tensión. A pesar de todo, los relojes siguen adelante diciéndonos que el límite no está en ninguna parte, que cuando lleguemos ellos seguirán como lo han hecho siempre. Para eso son relojes y nosotros no.