La semana pasada, un episodio mediático ha vuelto a poner sobre la mesa un tema que, en realidad, está en el corazón mismo de nuestra convivencia democrática: el derecho a la libertad ideológica, religiosa y de culto. El desencadenante ha sido una coincidencia pública entre la Conferencia Episcopal Española y la Comisión Islámica de España, al invocar ambos el artículo 16 de la Constitución Española para defender el ejercicio del culto religioso. Es más frecuente de lo que pensamos que voces de tradiciones distintas se unan en un mismo argumento; sin embargo, ha llamado la atención.
Conviene recordar que el artículo 16 de nuestra Carta Magna no es una concesión circunstancial, sino un pilar de la democracia española. En él se garantiza que toda persona, y toda comunidad, pueda profesar y vivir, en privado y públicamente, sus convicciones sin coacción, con el único límite del orden público protegido por la ley. Ese límite, lejos de ser una cortapisa arbitraria, es la salvaguarda de que la libertad de uno no se convierta en opresión o riesgo para otros. La fe, para ser auténtica, ha de ser libre; y esa libertad se protege asegurando que el espacio común no sea invadido por la violencia, la imposición o la amenaza a la paz social. Solo ahí se han de poner límites.
En este sentido, el respeto a la libertad religiosa no puede separarse del respeto a la dignidad inherente de toda persona. Esa dignidad es indivisible y exige el reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres, de la protección de los derechos humanos y del rechazo de cualquier discriminación. Las convicciones religiosas, para convivir en armonía en un marco democrático, han de manifestarse de forma compatible con esos principios fundamentales que nos unen como sociedad. Solo eses es el límite.
Defender la libertad religiosa no significa compartir las creencias del otro, ni validar todas sus expresiones culturales. Significa, más profundamente, reconocer que la dignidad de la persona se expresa también en su búsqueda de sentido, en su vínculo con lo trascendente y en la práctica de aquello que, en conciencia, considera verdadero y bueno. Nuestra sociedad, plural y diversa, solo podrá mantenerse unida si es capaz de asegurar que todas las conciencias, todas las confesiones y todas las sensibilidades pueden vivir sin miedo a ser silenciadas o discriminadas.
Por eso, cuando distintos credos coinciden en defender el mismo principio constitucional, conviene escucharlos. No para abrir trincheras ideológicas, sino para reconocer que la neutralidad del Estado -que no es hostilidad hacia lo religioso, sino garantía de igualdad- es la mejor aliada de la paz social. El reto no está en temer la pluralidad, sino en gestionarla con respeto, justicia y sensatez. Ese es el verdadero espíritu del artículo 16: poder vivir juntos, distintos y en paz.
Como recuerda el Evangelio, «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21). En estas palabras se encierra la convicción de que la fe pertenece al ámbito más íntimo de la persona y solo puede nacer de la adhesión libre, nunca de la imposición. La auténtica convivencia se construye cuando las leyes civiles protegen ese espacio sagrado de la conciencia, permitiendo que cada cual pueda rendir a Dios lo que le es propio, y a la sociedad la justicia y el respeto que le debemos.
El Obispo Eloy Santiago, en la Fiesta de la Virgen de Candelaria, nos invitó a “(…) erradicar la xenofobia, la violencia y la bronca política”. No es mal consejo.