Aunque es un lugar de la estructura arquitectónica de un templo o iglesia, un presbiterio es, además, una comunión ministerial de vida y misión. Digamos que se trata de los presbíteros de una diócesis o Iglesia particular que, con el obispo, ejercen el misterio ordenado en favor de la comunidad de los discípulos de Jesús, aquí y ahora. Es, por tanto, algo más que un lugar físico: es un ámbito de relación y de servicio. Es la forma de ser co-presbíteros y de estar al servicio corresponsable de la comunidad diocesana.
El miércoles más cercano al 10 de mayo, día de San Juan de Ávila, patrón del clero español, los sacerdotes y diáconos de nuestra diócesis se reúnen, con el Obispo, para celebrar esta fiesta patronal. Este año ha sido en Los Realejos. Y, como todo encuentro, ha sido una ocasión para renovar la ilusión del servicio y para agradecer la misión que se ejerce, renovando el amor primero y la alegría de los hermanos.
Un arpa de cuerdas distintas, una simbólica orquesta sinfónica de instrumentos diferentes y afinados de manera coherente que, bajo una única batuta, ofrecen un concierto que llena de belleza y de bien el tiempo presente. No siempre la buena música es bien valorada. Pero ahí está, ofreciendo ocasión de encuentro con la experiencia trascendente de la música. No sé si es el mejor ejemplo para explicar lo que es un presbiterio, porque en este caso, en cada uno de ellos está la orquesta entera, y en el conjunto hay más que la suma de sus miembros. Pero me resulta hermoso sentir el latido musical que genera abrir de nuevo la partitura escrita por la Palabra Eterna y volver a enamorarme del sonido de las trompetas.
El presbiterio, en su esencia, es como un río que fluye sereno pero constante, que conecta la fuente inagotable de la gracia divina con la tierra sedienta de esperanza y divulgación. Es en esa corriente donde los sacerdotes y diáconos, como balizas de luz, guían a la comunidad en los momentos de alegría y dificultad. Como un jardín cuidado con dedicación, requiere de atención diaria y de un compromiso que trasciende las palabras, regando con fe y paciencia las raíces de la fe de quienes confían en su guía. Cada encuentro, cada rutina, se convierte en una oportunidad para sembrar semillas de amor y esperanza en un mundo que necesita urgentemente almas dispuestas a escuchar, acompañar y servir.
El presbiterio también puede compararse con un coro de voces diversas que, al unísono, transmiten un mensaje de esperanza y consuelo a quienes los rodean. Cada sacerdote, con su experiencia única, aporta un tono particular a la melodía universal de la Iglesia, creando un espíritu de comunidad en el que la diversidad enriquece la uniformidad de la misión. Como en una obra teatral, cada uno tiene su papel y su tiempo, y en esa coordinación descubren la magia del servicio desinteresado, que no busca protagonismo sino reflejar la luz del Maestro. Ese concierto de vida y entrega, que resuena en las calles, en las casas y en los corazones, es una muestra de que, cuando se vive en comunión, hasta las notas más humildes pueden componer la sinfonía más hermosa que el mundo necesita escuchar.
A los lugares se acude. Un presbiterio-lugar es un espacio sagrado de acción litúrgica. Un presbiterio, ámbito de encuentro y de servicio, es una ocasión, un acontecimiento, un destello de encuentro. Es un acontecimiento que ilumina y transforma, un destello de comunión en medio del mundanal ruido. Allí, en ese espacio consagrado, no lugar, se manifiesta la belleza de la vida compartida y el compromiso de ser instrumentos de la misericordia divina en cada momento de encuentro con los hermanos.