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La muerte no puede con el amor

Por Juan Pedro Rivero González
jueves 05 de septiembre de 2024, 06:00h

Hay numerosos dichos populares, alguno de ellos nacidos de la reflexión, que nos sitúan ante el misterio de la muerte y el morir. He leído algunos de ellos estos días que ha coincidido con los últimos días de un amigo que falleció el domingo en la tarde. Dice uno de ellos que “ni al sol ni a la muerte se les puede mirar de frente, porque daña la mirada”. Evitar mirar es esconder el rostro de esa realidad, y por mucho que lo intentemos, como ocurre con el sol, ilumina, calienta y está permanentemente presente, aunque no nos atrevamos a mirarlo de frente.

Otro dicho, para mí complementario al anterior, nos dice que “los vivos cierran los ojos a los muertos, para que los muertos abran los ojos a los vivos”. Y no deja de tener razón cuando acontece la muerte de alguien cercano, pues la certeza de la limitación temporal nos abre los ojos favoreciendo que vivamos nuestra vida de otra manera: con esa pasión por el presente que recibimos como un don y que hemos de aprovechar en todo lo que encierra de riqueza y posibilidades.

La inmensa mayoría de los psiquiatras, que dialogan con esa experiencia fóbica que se despierta en ocasiones e incapacita cuando es patológica, nos indican que un alto porcentaje de ese temor a la muerte se centra en no haber vivido de manera adecuada la vida, generando en ese momento final una experiencia de culpa atroz. La experiencia les muestra que, si se ha vivido adecuadamente y se tiene la experiencia de haber aprovechado la vida, enfrentarse a esa experiencia límite es diferente en la inmensa mayoría de los que la saben cercana. Porque. Al fin y al cabo, morir es un momento de nuestro vivir. Como caras de la misma moneda. Comenzamos a morir al nacer, y descubrimos el verdadero valor de la vida cuando se nos presenta el inevitable trance de morir.

Gabriel Marcel enseñaba que “amar a una persona es decirle: tú no morirás”. Y decirlo con verdad, aunque muera. La memoria, los sentimientos y la inteligencia –si pudiéramos hacer esta triple clasificación, porque la realidad se unifica- no aceptan que la tumba sea el final de una biografía amada. Y esa resistencia no puede ser solo la inercia de un instinto de conservación. El grito de “tú, no morirás” es el grito más real. El grito más sonoro de los posibles gritos humanos. Y esa experiencia de todo corazón humano tiene la promesa inscrita y tatuada en el evangelio que creo. Eso es lo que hace que la muerte de Roberto sea capaz de vivirla como un regalo de la vida. Una experiencia que me abre los ojos como su última labor en la experiencia de las rutas románticas de La Laguna. La muerte puede con todos, pero no con el amor.

En esta ocasión vuelve a ser verdad la diferencia entre la esperanza y el optimismo. La esperanza sigue gritándonos que todo tiene sentido y, a pesar lo la fealdad de la muerte, vale la pena la vida. Y, si es verdad que se muere como se ha vivido, en este caso concreto, y no solo porque es amigo, su morir nos ha descubierto, a muchos el sentido, de la vida.

Pablo Neruda nos decía: “Muere lentamente quien no viaja, / quien no lee, / quien no oye música, / quien no encuentra gracia en sí mismo.

Muere lentamente / quien destruye su amor propio, / quien no se deja ayudar.

Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito / repitiendo todos los días los mismos trayectos, / quien no cambia de marca, / no se atreve a cambiar el color de su vestimenta / o bien no conversa con quien no conoce. (…)”

Mi amigo, no morirá…, porque él vivió.

Juan Pedro Rivero González

Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife

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