He intentado redactar este artículo a lo largo de varias semanas, sin conseguir avanzar más allá de dos o tres párrafos.
La experiencia me ha enseñado que cuando eso ocurre lo mejor es olvidarlo, buscar otro tema, pero en este caso me resistía a obedecer aquella rutina. Lo retomaba con esperanza, desde otra perspectiva, analizando aspectos distintos, pero siempre tropezaba con la misma rabia, que me conducía a lugares comunes.
El último empeño, este que me ocupa, fue desechar todo y copiar, literalmente copiar, lo que ya está escrito desde el año 1959, sin preguntarme los motivos por los cuales ese documento, de tanta enjundia, no es atendido por nadie.
Mi pretención, vana, era decir algo con respecto a los MENA, acrónimo transformado en una reducción dolorosa, para designar a los Menores Extranjeros No Acompañados, o sea, esa cantidad terrible de chicas y chicos menores de 18 años, migrantes, que se encuentran separadas/os de sus padres.
Decía que lo que voy a transcribir lleva escrito desde 1959, cuando en un día de aquel año se promulgó, no sé si esa palabra es la correcta, la Declaración de Derechos del Niño, que incluía 10 principios y se iniciaba con un preámbulo.
En el primer párrafo exponía: “Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre y en la dignidad y el valor de la persona humana, y su determinación de promover el progreso social...” y en el último “Considerando que la humanidad debe al niño lo mejor que puede darle, la Asamblea General proclama la presente Declaración de los Derechos del Niño a fin de que este pueda tener una infancia feliz y gozar, en su propio bien y en bien de la sociedad, de los derechos y libertades que en ella se enuncian, e insta a los padres, a los hombres y mujeres individualmente y a las organizaciones particulares, autoridades locales y gobiernos nacionales a que reconozcan esos derechos y luchen por su observancia con medidas legislativas y de otra índole, adoptadas en conformidad con los siguientes principios.”
Concluido el preámbulo, comienzan a enumerarse los 10 principios que disfrutará el niño, que serán reconocidos a todos, sin excepción alguna ni discriminación por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición, ya sea del propio niño o de su familia.
De tal forma gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios, dispensado todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad.
La enumeración continúa con los derechos, a un nombre desde el nacimiento, a una nacionalidad, a crecer y desarrollarse en buena salud, a recibir tratamientos, a la educación y los cuidados especiales que requiera para su desarrollo pleno y armonioso. Al amor y comprensión, al amparo de sus padres y, en todo caso, a ambiente de afecto y de seguridad moral y material.
No concluye el listado, también el derecho a recibir educación gratuita, a la igualdad de oportunidades, a desarrollar sus aptitudes y su juicio individual, su sentido de responsabilidad moral y social, y llegar a ser un miembro útil de la sociedad.
El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación. Dicha responsabilidad incumbe, en primer término, a sus padres.
El punto 8 establece que los niños, en todas las circunstancias, deben figurar entre los primeros que reciban protección y socorro. El 9 que deben ser protegidos contra toda forma de abandono, crueldad y explotación, que no será objeto de ningún tipo de trata, ni se le permitirá trabajar antes de una edad mínima adecuada, tampoco que se dedique a ocupación o empleo que pueda perjudicar su salud o su educación o impedir su desarrollo físico, mental o moral.
Finalmente, que deberá ser protegido contra las prácticas que puedan fomentar la discriminación racial, religiosa o de cualquier otra índole, educado en un espíritu de comprensión, tolerancia, amistad entre los pueblos, paz y fraternidad universal.
No bastaron las buenas palabras, hicieron falta otras, por eso, tras más de 10 años de negociaciones, en 1990 se aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, que a lo largo de lustros siguientes han ratificado casi 200 países, coincidentes del valor fundamental a proteger.
El documento, uno de los más reafirmados a lo largo de la historia de la diplomacia mundial -salvo odiosas excepciones- dice, con otras palabras pero lo dice, repitiéndolo, que está “prohibido” discriminar, que en todas las decisiones que afecten a los niños las que priman son las que más los beneficien.
Que tienen derecho a vivir y desarrollar todos sus talentos, a tener un nombre, una familia, salud, a jugar, a la protección contra los abusos, a preservarlos de las guerras.
Como si fuese insuficiente lo firmado por los gobiernos para ser cumplido y respetado, organizaciones de prestigio insistieron e insisten, en todos los idiomas comprensibles, lo mismo, lo que debería ser cumplido y respetado.
A pesar de eso, y de UNICEF, Caritas, Save de Children, Cruz Roja, los “MENAS” no consiguen dejar de estar enredados en discusiones y disputas.
¿Tanto cuesta reconocer que aquello que tenemos en el centro de las controversias son niños, seres vulnerables, que necesitan nuestro auxilio y estamos obligados a reaccionar? ¡Son niños!