De entrada, permítanme que les revele un pequeño secreto: nunca he llegado a interpretar el auténtico sentido del sueño y sus consecuencias; dicho de otra manera, no vislumbro por ninguna parte la razón precisa que esclarezca el concepto real de esta curiosa interrupción física en medio de la actividad humana. Y no será por la absoluta universalidad que conlleva este parón vital. Dormir es —según el lenguaje guay e hiperventilado- un acto transversal allá donde los haya. Parafraseando aquellos versos tan populares relativos a una loanza del acto excremental, podríamos decir que “de dormir nadie se escapa, duerme el rey y duerme el papa, duerme el buey y duerme la vaca y hasta la señorita más guapa”.
Me concienciaron —en mi etapa infantil- de que era básico dormir ocho horas. Nunca me aclararon porque no podían ser siete ni nueve; era como un dogma de fe. Más tarde, en mi fase prejuvenil, también me advirtieron de que no se podía conducir a más de sesenta quilómetros por hora. Tampoco obtuve ninguna respuesta aclaratoria.
Al respecto, me he ido encontrando gente en la vida que, sin vacilar, opinan que hay que dormir lo mínimo, que dormir es perder el tiempo miserablemente, que con la que está cayendo hay que trabajar más horas que un reloj y que (eso es definitivo) ya tendremos la eternidad para que podamos reposar todo lo que queramos y más. Bueno, es una manera de ver las cosas. Yo, que todavía no he sido desregularizado desde las órdenes paternas, sigo durmiendo mis ocho horas, más o menos, diariamente y, la verdad, me va bastante bien; no me puedo quejar. Acabo de escribir estas últimas letras y me doy cuenta de que no he contado toda la verdad. Y no por voluntad propia (o sea, malicia) sino por omisión involuntaria (lapsus de memoria).
Descanso las ocho horas preceptivas durante el período nocturno; eso está claro. La cosa es que, mientras el día se conserva, intento dormitar un par de sesiones más, así, por la cara: la primera, después del desayuno y el consiguiente crucigrama; la segunda, al finalizar el almuerzo, justo antes del te y las pastas de las cinco. En ambos casos, me adormezco envuelto en sábanas y manta cuando ésta se requiere. Y, reitero, me va de madre. En mi puro estado de jubilación, me puedo permitir estos lujos (económicos, además) que, por si fuera poco, me evitan pasar más horas de las debidas escuchando imbecilidades, por teléfono, en radio y televisión, a través del móvil o, simplemente, paseando por la calle. Ésta, mi segunda tanda de amodorramiento en pleno dominio del astro rey, es denominada popularmente “siesta”. Mi suegro era un recalcitrante usador de este tipo de reposo tras el almuerzo y utilizaba un viejo método: se emplazaba en un sillón, de esos de “orejas”, sosteniendo en una de sus manos un manojo de llaves. En el momento en que entraba en su fase profunda de sueño, las llaves se desprendían de su extremidad y se desplomaban al suelo; el estampido consecuente despertaba al “siestero”, que consideraba que ya había cumplido su sueño, nunca mejor dicho.
Del acto de dormir penden dos manifestaciones que no pueden ser más irreflexivas: soñar y roncar. Excluyo el tema del sonambulismo por excesivamente ficticio, a mi modo de ver. No me atrevo a decir que soñar sea divertido o angustiante; depende. Suelo soñar bastante y tanto puede pasar que me lo pase chulipipa como que me dé un telele al estar viviendo una cabronada con aires de una terrible y penosa realidad. Las pesadillas son una de las jugarretas más finas que nos destina la existencia. Da pavor pensar, sólo pensar, que como agarres una pesadilla de mil demonios una vez cadáver y no te la puedas quitar de encima durante toda la eternidad, no podrás cantar “línea” y despertarte sino que tendrás que aguantar hasta el final, hasta “bingo”, cuando lo de las trompetas del Juicio Final. ¡Menuda perrería! (o no tan menuda, según se mire...). Lo del roncar, en cambio, es otra pesadilla pesada, sobre todo para la persona que comparte cama con el roncador de turno; un auténtico suplicio que, como poco, puede llegar a demoler y desintegrar un número no bajo de matrimonios y parejas de toda índole.
Tengo algunos conocidos que padecen un insomnio de narices, es decir, capaz de pulverizar el estado de ánimo de cualquiera. Querer dormir y no poder entra dentro del terreno de las famosas torturas chinas, sólo que no provocadas por personas sino por un defecto neurológico personal. Toco madera mientras les manifiesto mi total alejamiento de tan malvada situación en mi persona, pero compadezco, profundamente, a todo aquel que se tiene que doblegar al fausto destino, casi a diario (o a “nocturnario”), ante tamaña carallada cerebral.
El período de letargo diario tiene, no obstante, un final variable que pasa por gente que tiene un buen despertar frente a otros que tienen un mal despertar, para formularlo de esta manera tan radical y binómica. Habemos unos cuantos que nos despertamos con una alegría y una euforia dignas de un atleta en el podio; otros, en cambio, desgraciados y desdichados, sitúan su pie (dicen que el izquierdo) en el firme de su habitación y maldicen, blasfeman y reniegan sobre todo aquello que los relaciona con el mundo y, por encima de todo, su entorno familiar y sus creencias religiosas. Lamento, sinceramente, su suerte. No saben, ni sabrán nunca, lo que es la felicidad.
Y ahora, si me lo permiten, me lanzo sobre mi mullido colchón y, pensando en las musarañas (mucho mejor que en corderitos) Morfeo me atrapa en su amorosa somnolencia.
Buenos (días o noches, que da igual que igual da).