El turismo ha sido, desde hace décadas, el motor indiscutible de la economía canaria. Ha generado empleo, ha impulsado infraestructuras y ha dado visibilidad internacional a unas islas que son destino deseado en todo el mundo. No se puede negar que, sin el turismo, el nivel de vida en Canarias sería muy distinto y probablemente más precario. Pero junto a esta constatación necesaria, surge también la pregunta sobre el modelo turístico que queremos y necesitamos.
Los beneficios del turismo son evidentes, pero no siempre se distribuyen de manera justa. El sector genera riqueza, pero buena parte de ella no se queda en las islas, sino que se dirige hacia grandes cadenas y operadores internacionales. Para muchos trabajadores del sector, la realidad es otra: contratos temporales, salarios ajustados, dificultades para afrontar los altos costes de vivienda. Esta paradoja nos obliga a mirar el turismo con gratitud, sí, pero también con un sentido crítico que busque mayor equidad.
Además, el impacto sobre el territorio es innegable. El turismo masivo tensiona el medio ambiente, incrementa la presión sobre espacios naturales frágiles y contribuye a problemas como la escasez de agua, la saturación del transporte o la gestión de residuos. No se trata de demonizar a quienes nos visitan, sino de reconocer que la capacidad de carga de las islas es limitada. El crecimiento sin medida puede terminar hipotecando el futuro que precisamente queremos preservar.
La convivencia entre turistas y residentes es otro desafío. A veces se generan tensiones en los barrios, en el acceso a la vivienda o en el uso del espacio público. La percepción de que el visitante desplaza al habitante es una herida que no conviene ignorar. La hospitalidad, tan propia de la cultura canaria, solo puede mantenerse si quienes acogen sienten que no son relegados en su propia tierra.
Por eso se impone hablar de sostenibilidad en un sentido amplio: ambiental, económica y social. Un turismo sostenible no es solo el que cuida de la naturaleza, sino también el que respeta a las comunidades locales, distribuye beneficios de manera más justa y protege la identidad cultural de los pueblos que lo hacen posible. No basta con campañas de imagen; hacen falta políticas valientes y compromisos empresariales reales.
En este contexto, la “cultura del encuentro” se convierte en clave. Significa reconocer al turista no como un número o una fuente de ingresos, sino como una persona que entra en relación con quienes habitan estas islas. Y significa también que el residente vea en el visitante no una amenaza, sino una oportunidad de intercambio humano, cultural y social. El turismo puede ser un puente, siempre que se construya desde el respeto mutuo.
Esa cultura del encuentro exige educación, planificación y responsabilidad compartida. Las administraciones deben establecer límites razonables, las empresas deben asumir compromisos éticos y los ciudadanos debemos cuidar la acogida sin renunciar a la defensa de nuestra dignidad como pueblo. No se trata de rechazar al turismo, sino de integrarlo en un proyecto común de sociedad.
El turismo seguirá siendo motor de Canarias, pero no puede convertirse en un gigante que aplaste todo lo demás. El reto es lograr que el visitante y el residente se encuentren en equilibrio, que el progreso económico no destruya el tejido social, y que la belleza de las islas no se consuma en un presente sin futuro. Solo así podremos decir que el turismo en Canarias no es solo negocio, sino también encuentro, cultura y vida compartida.