El tipo, como si lo estuviese viendo, se despertó como siempre: ni bien ni mal.
Le pareció, observando la oscuridad que pintaba de negro la ventana del dormitorio, que la noche no había transcurrido lo suficiente como para llamarse mañana.
Un par de suspiros después, y sin encender la luz para vestirse, se encaminó hacia la cocina.
Tomó las dos pastillas habituales -una para la tensión, otra para las arritmias-, se colgó la mochila y se dispuso a salir.
Un día más, la misma rutina. Lo único que parecía distinto era la temperatura; el calor lo estaba matando. Pero, por suerte, no alcanzó a recalentarle el humor: estaba como siempre, ni bien ni mal.
Le pareció insólito que a esa hora alguien lo llamara por teléfono. La voz, clara y cercana, le preguntaba si era “el titular de la línea” y, en caso de no serlo, que lo pasara con él.
Aunque la voz sonaba nítida, el interlocutor parecía llamar desde otras latitudes, con otros husos horarios. No era normal aquella disposición tan tempranera, empujada por la ansiedad de vender.
Tratando de controlar la emoción y, disciplinado con las indicaciones médicas de evitar los agobios, no alzó demasiado la voz.
Más bien intentó razonar, lanzándole varias preguntas, casi pedagógicas: “¿Usted sabe la hora que es?”, “¿Desde dónde llama?”, “¿De verdad le parece bien comunicarse a esta hora?”
Sin ser consciente, a cada cuestión elevaba no solo los decibelios, también el ritmo. Su cuestionario, puesto en pentagrama, podría haber alcanzado el compás del “Bolero” de Ravel en sus momentos de aceleración, 115 pulsaciones por minuto.
El golpe del auricular al colgar fue como el de un timbal; la partitura reclamaba percusión. Quizás el ruido fue demasiado; por eso salió en puntas de pie.
La acera que lo conducía al trabajo era en bajada: una pendiente que a la ida parecía bendición y, al regreso, condena. Pero él estaba -como si lo estuviese viendo- ni bien ni mal.
Sin venir a cuento, recordó una conferencia de hacía años, donde un disertante erudito hablaba de un pintor famoso, enemigo del grupo de Bloomsbury: Wyndham Lewis, artista provocador, exagerado, a veces soez y dictatorial, bastante misántropo, con alto concepto de sí mismo.
Lo que lo había impresionado de Lewis no era su obra ni sus conexiones, sino sus costumbres matinales. Desayunaba un poco de carne cruda, un par de naranjas amargas con jengibre y un golpe de vodka, todo, según él, necesario para conseguir una visión “totalizadora” de color rojo oscuro.
Después de eso saltaba de la mesa, tomaba el listín telefónico, marcaba un número al azar y, cuando alguien atendía, pasaba minutos ultrajando al pobre interlocutor. Eso lo ponía en el estado “adecuado” para encarar la jornada.
Como si lo estuviese viendo, el tipo del texto, no el pintor, barruntaba cuál sería su propio estado adecuado para el resto del día, cuando, justo frente a la puerta de la casa contigua, vio una lata de cerveza abandonada en posición vertical.
Comprendió entonces que los ruidos de la madrugada habían sido producto de alguna tertulia callejera, pasada de hora y de alcohol. Y, como catarsis por lo poco dormido, levantó la pierna izquierda -aunque era diestro- y le pegó una patada, como para marcarle un gol a la rutina.
El puntapié, certero, impactó la base; el problema fue que la lata tenía contenido, y en lugar de salir disparada como balón en busca de la portería imaginaria, comenzó a girar sobre sí misma y el líquido, tornado en vórtice de espuma, salpicó puertas, paredes e indumentaria.
¡Como si lo estuviese viendo!, primero miró al cielo, luego alrededor, asegurándose de que no había testigos.
Respiró profundo y dudó entre seguir su derrota o regresar a casa para cambiarse de ropa.
En menos de un minuto pensó en todas las posibles consecuencias: una controversia con el vecino por las manchas, disculpas insuficientes, cosas peores.
Pero nada de eso ocurrió; lo que escuchó fue otra cosa: “Mala suerte, era inimaginable que con ese “patadón” la lata no volara más alto.”
Era el conductor de la furgoneta blanca de cada mañana,, madrugador, que llegaba temprano a aparcar antes de que la calle se colapsara. Terminaron hablando de los impresentables que dejaban basura fuera de sitio, de las costumbres raras, del alcohol, de la educación y de que, cuando amaneciera por fin, se llevaría consigo la oscuridad con la que había comenzado el día.
Él decidió volver a casa, se lo dijo, para mudar los pantalones, interrumpiendo el intercambio de pareceres.
Y, como si lo estuviese viendo, nada más abrir la puerta, el teléfono volvió a sonar. “Buenos días, ¿podría hablar con el titular de la línea?”
Esta vez el tipo no contestó; dejó el auricular sobre la mesa, mientras la voz seguía repitiendo la pregunta, que sonaba lejana, cada vez más profunda, como si naciera en otro mundo, o quizás desde las entrañas de sus propias entendederas.
Fue en ese momento cuando se cuestionó: ¿y si no era él el titular de la línea?, ¿y si la titular de todo, incluso de él, era la línea?