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La ciudad y los perros

Por Julio Fajardo Sánchez
martes 12 de agosto de 2025, 17:35h

Voy a contratar a un joven informático para que me ayude a caminar por este mundo endiablado de las contraseñas, que me hace sentir como el agrimensor K a las afueras del castillo de Kafka. Kafka tampoco me sirve. Está pasado de moda, como todo aquello que intenta resumir la realidad del mundo a través de una novela, por ejemplo.

Leo libros y noticias, artículos y tesis, y cada vez me convenzo más de que no existe ningún humano que sea capaz de explicarme el mundo en el que vivo. Se habla de los efectos de la pandemia, pero todavía no se ha hecho un estudio para establecer cuáles son. Nadie sabe lo que pasa: qué son los bitcoins, cómo funciona la IA, en qué términos hay que emplear la escalada diplomática para acabar con las guerras, cómo se compagina el buenismo con los perversos intereses económicos, en qué consistieron las tres tardes que empleó Jordi Sevilla para poner al día en economía a Zapatero. Todas estas preguntas tengo pendientes de contestar y llego a la conclusión de que no me son necesarias para seguir viviendo.

La vida no es algo tan misterioso a menos que nos empeñemos en complicarla. Pienso que lo mejor es no obsesionarse, porque siempre nos conducirá a interpretar a la muerte como un cierre. Por eso deseamos tanto saber cuánto vamos a durar, cuál es nuestra esperanza, cómo vamos a estar de salud de ahora en adelante.

Jáuregui entrevista a un médico que dice que el secreto de la longevidad consiste en beber agua, hacer ejercicio y protestar. Quiere decir que la protesta es un síntoma de no pasividad y uno de los factores que nos destruye con mayor fuerza es el conformismo. Quizá por eso escribo, a pesar de que los practicantes del edadismo dicen que qué pinto en todo esto, que por qué opino si no es mi tiempo, si en el fondo no sé nada de lo que sucede a mi alrededor. Hasta cierto punto tienen razón. Un doctorado o un par de másteres les hacen sentirse superiores. El problema es que casi siempre esos títulos son de hojalata y no sirven más que para acreditar lo que aquí, muy gráficamente, se denomina la falta de ignorancia.

Confieso, cómo decía al principio, que no me desenvuelvo bien en este mundo informatizado. Uso el Word de mi PC aunque a veces me traicione ese corrector que presume de sabérselo todo, pero las cuentas del banco, las suscripciones y hasta las compras por Amazon me resultan tediosas, cuando, por mi bien y seguridad, se dedican a chequearme para comprobar si soy yo de verdad y no un robot que pretende suplantarme. Para liberarme de esta maraña que me aprisiona escribo de vez en cuando sobre los recuerdos de un mundo que antes no era tan complicado, y me asombro de poder cabalgar en dos ambientes tan contradictorios. Luego reflexiono y reconozco que son la misma cosa, desde el punto que el que los identifica es la misma persona: yo mismo.

Me tropiezo con jóvenes para los que mis rememoraciones son curiosidades históricas dignas de ser coleccionadas, archivadas y clasificadas, siguiendo un procedimiento arqueológico. No se dan cuenta de que lo que ellos viven ahora será obsoleto mañana y alguien vendrá a comerse las hierbas que arrojaron, como en el sabio de La vida es sueño. Calderón no ha pasado de moda. Lo que tampoco pasa de moda es la estupidez humana. Anoche, entrando a casa, vi a dos matrimonios, con sendos perros, que se estaban despidiendo. Las mujeres se dirigían a los animales diciéndoles: “dile adiós”, como si fueran niños que estaban aprendiendo a hablar. Quizá algún día lo hagan y nos den una lección. Lo más probable es que dijeran: “Hemos estado callados tanto tiempo por temor a decir tonterías”.

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