Conócete a ti mismo es un aforismo que está en el templo de Delfos. Nos ha servido desde siempre para descubrir las cosas del mundo haciendo una introspección. Su valor se encuentra en la apreciación que hagamos de ellas. Por eso dice Protágoras que somos la medida, en tanto que los conceptos y las ideas que observamos son y en tanto que no son. Ahora parece que todo ha cambiado y ya no somos en función de lo que sepamos y aprendamos de nosotros mismos, sino de lo que las máquinas y los automatismos sean capaces de averiguar de nosotros. En eso hemos pasado a ser servidores de un entramado que hemos fabricado para que seamos después su informador principal.
Nos hemos convertido en datos, en consumo y alimento de entidades artificiales a las que delegamos nuestras principales capacidades de decisión. Enormes masas de personas, que se cuentan por miles de millones, forman parte del experimento del que va a resultar la orientación adecuada de sus vidas. Nociones aparentemente tan liberalizadoras como la ideologización están sometidas a estos procesos de entrega de las voluntades de los que luego van a ser sus seguidores. Son a la vez los nutrientes y los integrantes de un enorme cuerpo que se niega a conocerse a sí mismo y prefiere transformarse en un cobaya, un animal de laboratorio que aporte gran parte de su intimidad a la construcción del edificio de las grandes ideas.
Escribir es un ejercicio de ese conocimiento personal tan necesario para el desarrollo de la inteligencia humana. El problema es cuando la escritura es tomada como base de análisis para el control de un superorganismo al que engordamos para hacerlo cada vez más ajeno a nuestra condición individual. Ya salió la palabra fatídica: el individuo, que es el fundamento de un liberalismo condenable porque no se somete a la uniformidad de los principios doctrinarios. Es más, pretende convertirse en una doctrina basada en la endeblez de su falta de cohesión, y eso no puede ser. Ahí siempre tendrá la batalla perdida.
Estamos penetrando de lleno en el mundo de la artificialidad, donde los aplausos unánimes son el lugar común, donde las asambleas adoptan la misma estructura de los cielos estáticos, donde los lugares de privilegio están ocupados de antemano y a la masa que es capaz de salvarse del infierno se le reserva ese lugar anónimo para convertirse en grey, en asentimiento permanente, en coro acompañante, nunca en protagonista.
Por estas razones escribo a la espera de que alguien comparta conmigo las palabras que traslado a la pantalla, o al papel, o a la nube o a ese espacio informatizado que tanto me cuesta entender. Hablo en nombre de la libertad y eso en estos tiempos es jugársela peligrosamente. Siempre es mejor hacer caso del que aconseja: “no te metas en eso”. Es preferible someterse al universo implacable de la ficción, presidido por la artificialidad, y que sea lo que Dios quiera. Esto no va conmigo. No lo puedo controlar. Pero, por si acaso, lo seguiré intentando. Ya no tengo nada que perder.