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Sueños, vida, amistad

Por Daniel Molini Dezotti
domingo 21 de mayo de 2023, 05:00h

Estábamos sentados en torno a una gran mesa. El almuerzo, que festejaba deporte y camaradería, parecía concluir; quizás, no podría asegurarlo, faltasen los postres.

No conté los participantes, pero a grandes rasgos, calculando el número por la bulla y las risas, seríamos 25, todos hombres, bastante maduros.

Nos conocíamos desde tiempos en que todavía no se hablaba de la salud propia, tampoco de la ajena, y nos veíamos cada semana para conversar mientras golpeábamos una bola pequeña, generalmente blanca, para acercarla a un hoyo señalado con una bandera, actividad que podría parecer poco seria, ¿ridícula?, al ser efectuada por adultos responsables.

En mi caso hacía más de 20 años que no los veía; me alegró encontrarlos reunidos, charlando, riendo, ¡el grupo completo, todos los del antiguo E.T!, tal como éramos, como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Incluso estaban aquellos que, teóricamente, no podían estar por haberse marchado.

De pronto, la persona que tenía a mi lado, alcanzándome un micrófono, me ordenó, "¡Dale!" mientras gesticulaba para hacer callar a la concurrencia.

No explicó absolutamente nada, simplemente dijo "¡Dale!" Parco en palabras, se ofendió cuando le pregunté: "¿Dale qué?"

En ese momento, aplicando a la respuesta su rigor profesional, como si fuese a dar fe de que estaba empezando a molestarse, aclaró, con severidad "Dale, cuenta tu primer baile"

Mi vecino de silla no tuvo necesidad de mostrar su "autoritas" sobre el resto de los comensales, que un segundo después de su mandato empezaron a chillar, "¡Dale Molini!", acostumbrados a que en cada reunión me obligasen -y yo aceptase- decir unas palabras.

Nunca tuve la certeza del objeto de ese reclamo cariñoso, y lo obedecía tratando de no ofender, explicando alguna obviedad o transformándola en una anécdota graciosa.

Pero en aquel momento de la fiesta no esperaba una orden tan explícita, por eso dudé, hasta que el escándalo de los reclamos comenzó a afectar a otros clientes del restaurante.

Entonces les conté como fue mi primer baile. Tengo que reconocer que no lo hice con el rigor de la verdad, sino hilvanando un discurso con hebras de ficción, dejándome guiar por las caras de los oyentes, sobre todo la del notario.

Conocía perfectamente sus gestos y los posibles signos de alarma que me obligarían a reconducir la narración. No puedo plasmar en este lugar la exposición, contundente, que pareció inspirada por un espectro del mismísimo Dickens, donde un pipiolo de 14 años (servidor) invitó a bailar a una chica especial en su primer baile.

Mientras estaba despachando el acontecimiento tenía dos visiones, la de un lado del cerebro me encausaba por el camino verdadero, con música incluida, donde un conjunto de nombre "Los Wawancó" cantaba, desde un disco de vinilo: "Río Mamoré, regálame tu hechizo, río Mamoré, para poder bailar, Río Mamoré, con una morenita..."

Allí estábamos una compañera de colegio y yo, con la cabeza inclinada como si la vergüenza pesara, vigilando los pies y contando los pasos, dos para un lado uno para el otro, como ordenaba el canon para bailar cumbias.

La parte del cerebro de las certezas me transmitía esa imagen; la otra mitad, la de la fábula, estimulada por el ¡dale, dale!, me dominó, trasladándome a una historia donde mi iniciación a la danza fue una suerte de epopeya extraordinaria, donde no faltó valentía, venganza ante ofensas, denuncias a discriminadores de mi compañera de pasos y un punto de violencia.

Pensé que me estaba excediendo al ver la seriedad del notario, también la del un cirujano pediatra que tenía enfrente, ambos emocionados, ambos con los ojos nublados.

No recordaba otra ocasión en la que el resto de los presentes, en vez de interrumpir, exclamar cualquier improperio o reír desaforadamente, estuviesen tan ensimismados, como si en vez de estar donde estábamos participasen de una ceremonia religiosa.

Tras mi alocución le devolví el micrófono a mi vecino de silla, que cerró los turnos de comentarios sin abrirlos, concluyendo que lo dicho imponía contención, a pesar de que esa palabra no se conocía en E.T, por lo menos mientras discurrían los partidos, o después, en la mesa de los festejos.

No sé al resto, pero a mi me ocurrió una cosa inusual, tuve la convicción absoluta de que no estaba siendo honrado, además, perfectamente consciente del embuste mientras lo elaboraba.

Elegí mal el trayecto, desprecié el que me llevaba hacia el río Mamoré, para trasladarme por el de la mentira y la epopeya.

Cuando llegó el remordimiento todavía estaba recibiendo halagos, hasta los camareros se acercaban a felicitarme, y los amigos organizaron un desfile desde sus puestos hacia el mío que parecía una procesión de fervor a los santos del aliento: "Eres un monstruo", "Bravo impresentable", "¡Me encantó tu actitud!", "¡Te felicito!", "¡Enorme, hiciste lo que tenías que hacer!"

No pude soportar tanta impostura, percibí claramente el instante en que los halagos me aceleraron el pulso. Sentí una descarga terrible de adrenalina y me desperté congestionado, saltando de la cama con una culpabilidad espantosa que me ordenó plasmar este descargo antes de que se me olvidase.

No tenía ningún derecho a engañar así a mis amigos, ¡ni siquiera en sueños!, porque allí estaban todos, incluso los que ya no están, a los que he tenido aprecio y con quienes será imposible la reparación. No me pesará disculparme con los que siguen con sus rutinas, aunque tenga que caminar detrás de ellos, deseando que la travesía para llegar con la pelotita a la bandera sea corta, exenta de aventuras y la más breve posible; exactamente la contraria a la que siempre aspiré cuando se trataba de vida, afecto o amistad.

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