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En las manos de un chat

Por Julio Fajardo Sánchez
jueves 30 de marzo de 2023, 14:20h

Dicen que media humanidad ha encontrado a un conversador inteligente descubriendo al ChatGPT. El problema estriba en que la valoración de dicha inteligencia está en función del nivel de comprensión del que se conecta, que no suele ser muy alto. Aquí se podría aplicar aquello del portugués que se asombraba porque los niños de Francia sabían hablar francés.

Con esto de la inteligencia artificial se corre el riesgo de que te llamen negacionista si se te ocurre militar en la, cada vez más escasa, tropa de los resistentes, de aquellos que se atrincheran para defender la originalidad, la exclusividad, la espontaneidad y la sorpresa de sus pensamientos expresados por medio del lenguaje, ante la supuesta precisión de la inteligencia artificial. Precisión para qué, si en el error y en el sofisma se encuentra parte de la belleza de la exposición. Existe una lógica que nos obliga a pensar que nunca Sherlock Holmes puede ser más inteligente que Conan Doyle. Basta con una aplicación burda de la ley transitiva para comprobar que esto no puede ser así.

El ChatGPT puede convertirse en el Gran Hermano y gobernar nuestra vida en un mundo cada vez más orweliano. Cada vez leo más a Orwell y me convenzo de que lo que cuenta es tan cierto como lo es el esfuerzo que realizan todos los que se empeñan en hacer factibles sus predicciones y, a la vez, niegan que lo están haciendo; igual que tergiversan su versión de la Guerra Civil, expresada en “Homenaje a Cataluña!”.

La inteligencia artificial es democrática y automática, y se puede convertir en uno de nuestros servidores digitales para tener en la mesilla de noche. Pasará a ser una aplicación del móvil que nos hará sentir más inteligentes porque responderá a nuestra voz dándonos una tesis doctoral sobre el tema que le demandemos. Es una forma del enciclopedismo moderno, un intento de popularización cultural que no hará otra cosa que hacer más profunda la brecha entre los inventores del asunto y sus cautos e inocentes consumidores, que se creerán sabios por un día, como si estuvieran ante el retablo de las maravillas.

Todo esto es el producto de una capacidad imitativa, como la de los loros, que no saben cantar a pesar de que canten, y se van por peteneras (plataneras, aquí) cuando les ponen el tono demasiado alto y les obligan a desafinar. Ya sé que desencanta que descubrir que detrás del detective Poirot estaba Agatha Christie, pero eso es lo que hay; igual que en las bambalinas del reality están los guionistas, y todo lo que ocurre, en la ficción está envuelto en una apariencia de realidad calculada. Si no, no funcionaría.

Ahora hay máquinas para engañar a las masas, pero esto ha sido siempre así. Desde que el hombre existe ha sido confundido por espejismos para hacerle creer que las cosas que ve están fatalmente vinculadas a un destino del que no es responsable. Es la mejor manera de depositarlo en manos de otros más inteligentes. Pero eso repugna a la igualdad y es difícil aceptar que esas diferencias de capacidades existan entre congéneres que se dicen iguales.

Entonces lo mejor es inventarse una divinidad que no sea discutible, algo que esté por encima y que permita gobernarnos sin demasiados conflictos. Por qué no una máquina. Entonces nos dirán: “es que la maquina está fabricada por hombres, igual que Sherlock Holmes era un invento de sir Arthur”. “Pues con Dios pasa lo mismo”, nos contestarán y nos quedaremos tan tranquilos.

No sabes lo que echo de menos a Nietzsche.

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