Este no es el momento de explicar las circunstancias ni los motivos, pero lo cierto es que por primera vez en muchos años estoy a bordo de una cinta transportadora que no me lleva a ninguna parte.
Se parece mucho a la vida, en la que muchas veces uno camina, o incluso corre con el fin último de acercarse o alejarse de de algún lugar y cae en la cuenta que permanece en el mismo sitio.
Para hablar con rigor debería decir que no es una cinta transportadora cualquiera, sino un aparato diseñado para hacer ejercicio físico, instalado frente a una pantalla muda pero muy elocuente, capaz de informar sobre pasos, distancias recorridas o energías consumidas.
Lo que estoy dispuesto a contar comenzó como una competición, en la que comparecí sin ser invitado, por culpa de una especie de martillo neumático que traqueteaba con ritmo constante, incansable, a mi lado.
Eran los pasos, firmes, a velocidad de vértigo, de un vecino de labores, un muchacho joven, delgaducho, que debía estar entrenando para un expedición transcontinental.
Yo, con los afanes propios de un caminante que no reconoce los años de caminos andados, me dije para mis adentros: "Este chaval no va a aguantar ese ritmo, seguro que si continúo con el mío llegaré más lejos, así que proseguí con la máquina instalada a una velocidad un poco más rápida que la habitual, digamos a seis kilómetros por hora. y me dispuse a avanzar sin moverme, paso tras paso, engañándome con el pensamiento de que llegaría al lugar que quisiera.
La velocidad del joven debía ser doble o más, porque sus talonazos multiplicaban por 3 o 4 a los míos, además eran sonoros, enérgicos, más del estilo “Veterano, ¡aprende como se pisa!”
Pasados 30 minutos ya estaba aburrido, yo, porque él seguía como si tal cosa, no dejaba de mirar a su pantalla donde algo se movía. Algo tarde caí en la cuenta de que apretando un botón la suma de kilómetros cambiaba y se convertía en televisor, donde un documental mostraba las últimas imágenes de una campaña arqueológica en Egipto.
Sin solución de continuidad apareció un tigre impresionante, hermoso, que parecía estar buscando un sitio reparado para dar cuenta de una presa que portaba asida del cuello.
Era una gacela, y me dio mucha pena el animalito, pero en cuanto salieron los titulares también empezó a darme pena el tigre, porque el documental se llamaba “Tiger War” e interpreté que sería testigo de una guerra desarrollada en la naturaleza, que como se sabe, siempre acaba como acaba.
La pantalla, creo que ya lo dije, era muda, tampoco -aparte del nombre inicial- tenía subtítulos, así que la interpretación era libre y yo tenía cada vez más claro que una imagen no vale más que mil palabras, porque no entendía donde estaba la batalla.
El traqueteo vecino seguía incansable, ¡allí estaba la batalla! y yo agradecí encontrar una motivación en el tigre para no abandonar la contienda, tigre que se convirtió luego en tigresa, porque tenía dos cachorros que la seguían por todos lados.
Ella los alimentaba y protegía. En un momento determinado, bajando por una colina resbaladiza, uno de los cachorrillos mordió la cola de la fiera madre para asirse, finalmente consiguieron llegar en fila “india” hasta un precipicio, que en realidad era una fractura de la montaña.
Hacia arriba cielo, hacia abajo un desfiladero impresionante, y la tigresa que se empeñaba en pasar del otro lado. Si yo sentía vértigo me imagino los pobres cachorros, la madre saltó como si tal cosa.
Pude ver la duda en los ojos de los pequeños, y entendí el título, esto podía acabar allí mismo, con un desbarranque monumental.
Pero no pasó eso, o el director se regodeó en la trampa, porque la imagen se trasladó a un rebaño de gacelas, todas sin cuernos, excepto dos que se peleaban para saber cuál era más fuerte.
La cámara siguió buscando otros motivos: pavos reales desplegando encantos y colas a congéneres mientras a monos, buitres, especies de zorros, lobos carroñeros y escarabajos peloteros hacían de las suyas inspeccionando restos.
No entendía nada, intuía que podría tratarse de un reportaje sobre el ciclo de la vida, donde los más grandes oteaban desde arriba de la pirámide, pero resulta que luego bajaron a la tierra, donde todo parecía revuelto, desordenado.
No se aclaraba la fauna, de pronto estaban comiendo, bañándose o subidos a árboles, me refiero a los felinos, luego se guarecían en cuevas, mientras las gacelas comían o eran comidas, atentamente observadas desde el aire por buitres de pico afilado que esperaban el turno para participar en un banquete descontrolado, porque entre los detritus se peleaban carroñeros varios y la mismísima tigresa, empeñada en lamer con su lengua los cuernos de la víctima compitiendo con moscardones verdes que parecían drones persistentes.
A mi lado el atleta no necesitaba estímulos para seguir corriendo, yo, más interesado por el destino del tigre que en el mío propio, bajé un poco la palanca de la velocidad, me estaban empezando a doler las extremidades. Por suerte, pude sumergirme de nuevo en la naturaleza, todos los colores de plantas y flores actuaban como anti inflamatorios, pero me descentré al ver llegar desde el lateral derecho a un hombre tocado con un turbante de los que se usan en algunos lugares de la India.
El señor se limitaba a mirar hacia el más allá, inmóvil, como si estuviese meditando, tenía un bastón largo en la mano y empezó a caminar con lentitud. Tardó bastante en moverse hacia el extremo izquierdo de la pantalla. En ese momento mi velocidad, comparada con la suya parecía la de un misil.
Esperaba alguna reacción, porque un ser humano en la selva es impredecible, pero lo que único que pasó fue que el chus chus frenético de mi vecino comenzó a decaer.
Pensé, de nuevo para mis adentros, si este tipo deja de correr me va a importar nada lo que pase con el hindú, un minuto después abandono y el tigre que haga lo que quiera.
El atleta de la cinta miró la hora, y con paso saltarín se fue a trabajar con pesas, dejándome en el bosque, con el lugareño al que le había crecido la barba.
Me bajé del artilugio con la suficiencia propia de los triunfadores, me parecía que el suelo firme se movía, y no podía apoyar bien el pie derecho.
Confieso que no puedo precisar si el documental pretendía mostrar vencedores, vencidos, o algún otro mensaje relacionado con la guerra. En el gimnasio el perdedor fui yo, claramente, porque el premio por el esfuerzo fue una fascitis plantar que, sospecho, me va a durar hasta que los cachorros sean adultos.