Sería fácil desilzarse en esta columna por la vía del sarcasmo, incluso por la del humor grueso. Criticar a una mujer que ejerce un cargo público por su falta de aliño indumentario en el ejercicio de sus funciones es un recurso apetecible para cualquiera que respete mínimamente las convenciones sociales. A mí me cuesta hacerlo porque es de justicia reconocer que los hombres que se dedican a la política no están sometidos a semejante escrutinio estético. Llegados a este punto no tengo claro si a Francina Armengol se la bufa todo o simplemente no hace caso de los consejos de funcionarios cualificados, expertos en protocolo que le rodean como presidenta del Congreso de los Diputados.
Las manoletinas o los hombros al aire enfundada en vestidos de mercadillo compareciendo en actos oficiales nos han dificultado durante unas semanas reparar en lo importante, que no siempre coincide con lo patente. La falta de respeto hacia una institución que se transmite cuando se preside un acto oficial con el mismo vestuario que se emplea para salir a tomar unos mojitos en verano con los amigos pertenece a la categoría de defectos formales que uno se esfuerza por excusar. Pero con la edad se aprende que en la vida, casi siempre, la forma precede al fondo.
Se ha escrito mucho sobre el asombroso discurso que pronunció Armengol en la solemne apertura de la XV Legislatura que tuvo lugar en el Congreso de los Diputados. Espero que se entienda lo que quiero expresar porque lo último que me gustaría es mis palabras sonaran cargadas de ironía. Me dio pena Armengol, mucha pena. Y también sentí pena, porque la conozco, por la persona que supongo que redactó ese discurso, y a quien profeso un cierto afecto personal.
Lo peor no fue la vacuidad, los lugares comunes, la simpleza de su referencias y la pobreza de expresión. Estas carencias aún podrían permanecer en la categoría de los formalismos. Ni siquiera me puso triste el sectarismo de sus recordatorios y la ideología asomando en cada párrafo, en cada frase, en cada palabra elegida para tratar de demostrar una superioridad moral incompatible con el cargo de quien encabeza uno de los tres poderes del Estado.
A Armengol le tocó este verano la Lotería de Navidad. Contra todo pronóstico perdió por goleada las elecciones en Baleares, y habiendo sido ninguneada durante años con crueldad por Pedro Sánchez accedió al premio gordo de una alta magistratura del Estado por una carambola numérica que otorgó un poder inédito hasta hoy al independentismo catalán que tanto admira Francina. Bien está lo que bien acaba, sobre todo para ella, y lo digo sin un ápice de sorna.
A partir de ahí a Armengol se le abría la inesperada posibilidad de, si no mejorar, al menos honrar el legado de un político de la talla personal y el prestigio profesional de Félix Pons, un mallorquín que ocupó su mismo cargo durante diez años cosechando el respeto de todos los grupos parlamentarios. Sin embargo, Francina prefiere arrodillarse sin rubor ante Sánchez en cada decisión que adopta, sin darse cuenta que con cada descarada genuflexión no sólo se humilla ella, sino que humilla al Poder Legislativo que representa.
Provoca bochorno comprobar que Armengol no ha entendido nada de su papel como presidenta del Congreso, ni siquiera del significado profundo de la democracia más allá de las palabras huecas. Pocos minutos antes de su lamentable discurso en la sesión conjunta de las Cortes Generales, es decir, reunidos Congreso y Senado en el mismo salón de plenos, Armengol concedió una entrevista a la Cadena Ser que ha pasado desapercibida por la polémica posterior provocada por su sectaria intervención.
El sistema parlamentario y la ley electoral han permitido que, por primera vez en los últimos 45 años, un partido que no gana las elecciones en España se junte con otros quince para formar un gobierno legítimo. Esa misma ley electoral facilita que el partido que gana con una cierta holgura las elecciones generales obtenga mayoría absoluta en el Senado. Pues bien, Armengol tuvo el cuajo de pedir al PP que no utilice el Senado para “contradecir la mayoría parlamentaria del Congreso”, dando a entender que el Senado es un estorbo que no representa la voluntad popular. Si hay que elegir entre autoritaria o ignorante, prefiero a partir de hora considerar a Armengol una perfecta analfabeta constitucional.
¿Qué debe hacer una oposición que controla la mitad de las Cortes en un sistema bicameral? ¿Está mal llevarle la contraria al Gobierno? ¿También los jueces deben estarse quietos? ¿Y los fiscales? ¿Y la sociedad civil? ¿Es peligroso, como dice pizarrín Bolaños, que entidades privadas cuestionen decisiones del Gobierno? ¿Eran reaccionarios los jueces federales americanos que frenaron los decretos migratorios de Trump? ¿Fue torpedeada la democracia americana cuando la mayoría demócrata en el Senado se opuso al presidente republicano? Si el sistema de checks and balances le suena raro… ¿sabe al menos Armengol lo que significa la palabra contrapoder en castellano? ¿Cree esta mujer que la investidura de su jefe supone algo parecido a un mandato divino?
Como cada día escuchamos una más gorda, barbaridades como la de Armengol pronunciadas desde un cargo institucional que presupone una cierta equidad pasan desapercibidas. Por más que se empeñe Armengol en citar a Félix Pons en sus discursos, si este socialista ilustrado levantara la cabeza se moriría de la vergüenza.