Todo bajo el férreo control del ojo estatal que no duerme ni descansa… Una cosa es la política educativa como un servicio público al bien común, que garantiza y procura los medios para que el derecho humano a la educación se respete, y otra que nos dicte la parcialidad ideológica como contenido que han de copiar, con buena letra y al dictado de las subvenciones, el ojo que todo lo ve. La educación no puede ser moneda electoral ni plataforma de transmisión de interesadas ideas. Es la verdad en su amplia forma la bandera que ha de ondear en el horizonte social.
Hace falta, sin duda, y cada vez con mayor urgencia, un Pacto Gobal por la Educación. Son los derechos de las personas los que están en juego. Y en este espacio, el sujeto de derechos de la educación son los padres y las madres de sus hijos. El deber y la responsabilidad de educar a las futuras generaciones no es del Estado. Eso no puede consentirse. El Estado debe garantizar en este ámbito, como garantiza en otros tantos como la sanidad y la protección social, el derecho que la naturaleza ha inscrito en la identidad de los progenitores.
Pero en este afán de control legislativo, el profesorado se está convenciendo cada vez más que a quien debe responder de su labor es a la Consejería de Educación autonómica a la Ministerio de Educación estatal -tal vez porque considera que son ellos quienes les pagan- que a los padres de los niños que atienden en los centros educativos, que son efectivamente quienes cotizan para que se les pague.
Y no solo lo que han de saber, sino cómo lo han de aprender.
Para no perder la perspectiva de esta mirada de derechos que todos y siempre hemos de tener, deberíamos reivindicar que al alumnado se le llamara los que son, “los hijos”; y no “los menores” o “los niños”. Son hijos y, por serlo, tienen derecho a ser educados según la certeza y voluntad de sus padres. Un docente colabora con los padres de sus alumnos, no con el Estado que les contrata para garantizar los derechos de los padres.
Es impresionante la cantidad de leyes generales de educación que se han aprobado y promulgado por el Gobierno de turno de la nación en los años que llevamos de democracia. Cada cual tirando el ascua para su sardina. Y aquí la sardina es la de los padres, no la del legislador.
Enseñar al que no sabe es una obra de misericordia espiritual, según enseña la doctrina cristiana que hunde sus raíces en el Evangelio predicado por Jesús. Es el mayor servicio que le podemos hacer a un ser humano. Recientemente he recordado aquella carta que le escribió Albert Camus a su maestro de educación Primaria la noche en la que recibió el Nobel de Literatura. El anónimo esfuerzo de enseñar las primeras letras y los primeros números a los hijos de otros es un servicio tan imprescindible como impagable. Es ponerle el lienzo al pintor, o la partitura en blanco al compositor. Es la condición de posibilidad de todo avance e innovación. Y esa inconmensurable relación docente alumnado no puede ser ahogada en legislaciones tan minuciosas que olvidan que son los rostros los que nos han enseñado a vivir.