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Ha muerto Don Damián Iguacen

Por Juan Pedro Rivero González
martes 24 de noviembre de 2020, 20:11h

Su muerte es tan evocadora como lo fue su vida. Surgen fácilmente sus típicas frases en nuestro pensamiento a borbotones. Sus consejos sabios y sencillos. Su sonrisa socarrona y entusiasmaste. Surgen desde el recuerdo de muchas personas que hemos recibido lo bueno de su bondad, y para quienes su muerte, más que dolor, es evocación.

No por esperada deja de sorprender la muerte de una persona buena. A las doce del mediodía de este martes 24 de noviembre, un mensaje de difusión de la Vicaría General nos informaba del fallecimiento a los 104 años de edad de D. Damián Iguacen Borau, nuestro querido Obispo emérito.

Descansa en paz el gran Don Damián. Fue testigo, espíritu y sugerencia de servicio incondicional. Sencillo como su vieja sotana, discreto como las manos de las abuelas que ponen en tus bolsillos detalles que solo sabes agradecer en silencio. Ágil y creativo en sus escritos y en sus palabras, a la que nada les sobraba y nada les faltaba. Trabajador incansable y atento testigo de nuestras inquietudes. ¡Cuánto le tenemos que agradecer!

Estuvo entre nosotros solo los últimos siete años de su vida episcopal en activo. Es llamativo que fuera tan poco el tiempo y tan grande la experiencia. Eso ocurre con las personas especiales. Consciente de que venía de paso se quedó clavado en el alma de muchas personas. Inquebrantable en sus certezas y propositivo en sus expresiones. Fiel con esa fidelidad que atrae porque invita, porque genera sentido de posibilidad, porque escuchaba con cara de querer aprender de lo que le decían. Sabio sin ejercerlo, que es la actitud más sabia.

Siempre estaré en deuda con él. Aún conservo en mis recuerdos especiales aquella frase que dio sentido a mis primeros pasos sacerdotales y sin la cual todo hubiera sido diferente. Es curioso cómo son posibles los discursos esenciales, las frases que resumen miles de publicaciones. Un “me agrada ver que estás donde estás” es suficiente para considerar que haces lo que debes hacer sin que tuviera que esforzarme en buscar otros motivos que los que nacían de su espiritualidad. Y nada más. Una palmada sobre la rodilla y una sonrisa elocuente.

Hombre de comunión, de construcción, de correspondabilidad, de diálogo. Hombre que dejó hacer y que sabía felicitar. Médico, de esos que curan sin dolor, haciéndote consciente de tu responsabilidad. Un grande de nuestra pequeña historia.

Cuando cumplió 100 años tuve la suerte de estar sentado a su lado un rato. Fue después de un almuerzo de homenaje en el que estaba como quien asiste a un acto del cual no es protagonista en modo alguno. Y con su centenna de años en las espaldas me dijo: “Estoy bien. No me duele nada. Me siente bien. Pero ya estoy cansado”. No hablaba de aquel momento, sino de su vida entera gastada y entregada. Un don que llegaba al tiempo de ofrecer agradecido hasta que Dios le diera descanso. Un último discurso detrás de sus ojos claros y arrugado rostro. Un cansancio que hoy envidio por estar fabricado de entrega hasta el final.

En otros lados podrán leer su biografía, sus hazañas eclesiales. No me las pidan a mí. Yo solo sé hoy que han muerto aquellas manos que se impusieron sobre mí un día de acción de gracias, siete años después de llegar junto a nosotros. Y esas benditas manos hoy alaban a Dios con la frialdad que imagino en espera de su gloriosa resurrección. Con esas manos me quedo.

Y en esas manos resumo la vida de un hombre bueno que, como Jesús, pasó haciendo el bien y cuya estela aún ofrece ocasión de tensionar vidas con deseos de entrega y de bien.

Descanse en Paz.

Juan Pedro Rivero González

Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife

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