El viernes 18 de agosto llegué temprano al lugar que me recibe cada mañana con las puertas cerradas. No dicen nada porque no pueden, pero saben, perfectamente, que soy yo el que llega con las llaves, para transformar la noche que encierran en luz, en un ejercicio que compromete botones, interruptores, instrumentos, aparatos, ordenadores.
No suena ninguna música, todo es silencio, hasta que de pronto también ella se hace, cuando el hilo musical, al inicio con timidez, como si necesitase cargarse de energía, luego, con más ilusión, se distribuye en pentagramas, homogéneamente, por cada dependencia.
Siempre ha sido así, el primero que llega, el que pone todo a andar, al que reclama actividad a los circuitos, es el que menos duerme, el más insomne.
Las puertas lo saben, la alarma también, todo es tratado con mimo, como si con los cuidados pidiese al nuevo día que todo funcione como tiene que funcionar, sin que ningún “fallo 20” haga sonar una sirena, o que la impresora reconozca los cartuchos, el timbre continúe con sus pilas, o la centralita pestañee demostrando que sigue viva.
Me parece que las canciones no son alegres, compruebo si el canal elegido es el de siempre o se ha cambiado aleatoriamente, no, es el de siempre, el de notas suaves, tranquilizadores, necesarias para acompañar muchas horas de trabajo.
Es viernes, debería estar contento, la semana está a punto de concluir, pero no lo estoy. Algo está pasando en Tenerife, desde hace días, y eso consiguió afectarme, No es difícil que algo me afecte, para bien o para mal, pero en este caso, me está durando la tristeza, y me temo que va a seguir hasta que varias circunstancias que suceden en la isla comiencen a arreglarse.
A pocos kilómetros de este inicio de una jornada, otras personas están luchando sin haberla acabado, y llevan así días, sofocando llamas, preservando vida, llorando por culpa del humo, también de rabia.
¡La corona forestal se está quemando! Lo repiten las noticias, una detrás de otra, una peor que otra.
Hora tras hora mencionan el avance del fuego, los municipios afectados, la situación que sigue sin poder ser controlada, la influencia de las altas temperaturas que dificultan la labor.
Se repite que el terreno abrupto hace imposible el acceso de medios terrestres, la cantidad de hidroaviones y helicópteros que participan, la gente que tiene que ser desalojada, los que han perdido enseres, ¿cómo no va a sonar triste la música del hilo musical?
No es ella, soy yo, es Tenerife, somos todos, viviendo un tiempo sin cantos, que no sabemos hasta cuando va a durar.
Los mapas térmicos, las imágenes satelitales, de día, de noche, revelan la magnitud del desastre, columnas densas, que se elevan llevándose consigo lo que antes fue vida, latidos, savia, especies, naturaleza pura, desparramando por doquier cenizas que no representan maná, sino ruina.
Los vecinos de Arafo, Candelaria, El Rosario, Santa Úrsula, La Orotava, La Victoria, El Sauzal, Tacoronte, La Matanza, miran hacia el cielo, para ver cuando el color ocre desaparece de sus horizontes, observando las cisternas aladas gobernadas por pilotos valientes, descargando agua bendita para sofocar las iras de los demonios.
Antes fueron cargadas en los muelles de Santa Cruz, con la esperanza remota que en el vuelo de regreso pudiesen transformarse en extintores mágicos.
Pero cuando la naturaleza se quema, los milagros arden, a pesar de los voluntarios, de la Unidad Militar de Emergencia, de los gestores que planifican, de quienes dirigen tareas y ordenan evacuaciones en barrios de aquí y de allá como Pinalete, Las Vigas, Baboseras Altas, Camino el Pozo, Lomo de Piedra, Calderetas, La Bica, El Pirul.
Cuando se marchan llevan consigo la pena, dejando atrás la esperanza de encontrar cualquier cosa a la vuelta, a condición de que no sea rescoldos.
La mayoría situados en las entrañas del Parque Natural de la Corona Forestal, capaz de ponerle un marco adecuado al grandioso Teide. De las 46.613 hectáreas que posee, se han calcinado, cuando escribo esto, 3273, con lo que el mayor espacio natural protegido de las Islas Canarias lo seguirá siendo, pero con cicatrices.
Muchos de sus tesoros han viajado hasta el patio de mi casa, los vi en las aceras, en el portal antes de entrar esta mañana, cenizas implacables, victoriosas en su afán por anunciar el alcance de la destrucción.
¿Cómo no odiar a esos restos de hollín que hasta no hace mucho eran aves protegidas, como el símbolo animal de la isla, el pinzón azul del Teide?
Nunca tuve la suerte de ver ninguno, más que en fotos, no sé si podré verlo posado. alguna vez, sobre algún pino canario sobreviviente, o resucitado, o buscando nutrientes entre la poca laurisilva que todavía hacía esfuerzos por permanecer en su enclave milenario.
¿Cómo no odiar a esos restos de hollín que hasta no hace mucho eran matorrales necesarios, fayal-brezal? Y Si atendemos a la página de la Consejería de Educación, también murciélagos, escarabajos, arañas, mariposas nocturnas, todos endémicos, únicos. y otros que sin ser únicos son indispensables.
¿Cómo no odiar que se trate de uno de los incendios más graves de los últimos años y se sitúe en el lugar donde nacen 200 galerías indispensables para la obtención de agua y que ha proporcionado el gran "estallido" de colores en el cielo?
Marrones, grises, negros, con nubes que camuflan hasta a los mejores astros. A las 08.00 del día viernes, cuando llegó el resto de profesionales, preocupados, me preguntaron si había visto el sol. Respondí que no, que estaba llevando muy mal este asunto.
Quizás fuera más la curiosidad que la insistencia, salí para verlo, asomando al final de la Avenida, rojo, desconocido, como si en vez de prepararse para regalarnos reflejos nos estuviera anunciando una catástrofe. Fue el Dr. José R. quien comparó la imagen como una “eclipse de sangre” y en ese mismo instante supe que tenía el título para el artículo que escribiría.