Hay tendencias diferentes en el tratamiento de los libros. Quienes los cuidan hasta el límite de mantener casi su olor inicial sin marcar ni doblar sus hojas, hasta quienes los convierten en un campo de batalla subrayando y haciendo todo tipo de anotación en ellos.
Pensaba en esta dinámica al contemplar mi lápiz dormir, silencioso y aburrido, estirado a la derecha del teclado del ordenador. Allí está él. Todos pendientes de aparatos técnicos digitales, de libros de contenido diverso, de apuntes y folios que edifican murallas en derredor, y él ahí, sin llamar la atención. En sana actitud de espera para lo que se necesite y si se necesita. Es un lápiz con una imaginaria luz verde encendida, como un taxi de la escritura, que espera en la parada con la mirada perdida y el corazón afilado de esa especial combinación de grafito y polvo negro.
¿Quién enseña su lápiz al amigo que le visita en el despacho? ¿Quién se enorgullece de su existencia? Es muy barato. Aquel descubrimiento inglés de su especial carboncillo en 1654 ya no tiene mucha significación, cuando hasta nuestros documentos en PDF los podemos subrayar sobre la misma pantalla. Si, así es; pero él sigue aquí, a mi lado. Disponible a lo que se precise. A veces solo le cabe la dicha de ser manipulado como pretexto para un pensamiento, una idea, y vuelve a su estado de descanso y a su aparente aburrimiento.
Su sueño no es suyo. Porque son mis sueños los que sueña. Tan atenta es su actitud que no pretende sustituirme, ni siquiera en lo más mínimo. Es el más sencillo de los instrumentos de mi entorno. Sin embargo, su agilidad es admirable. Se pone en pie y recorre caminos que reconozco con mucha facilidad. Son senderos maravillosos que siempre aciertan a dirigir el anhelo hacia donde yo mismo siento que debo andar.
Su aparente aburrimiento me provoca reconocer y valorar la actitud de disponibilidad en la que todos debemos estar, porque servir a otro para que logre ser lo que está invitado a ser es una extraordinaria misión. Sin pretender ser una maquinaria de última generación, sino un instrumento de crecimiento personal que abandone su condición de necesidad cuando el otro alcance su objetivo personal.
El espíritu de servicio no puede ser temporal. Hay que aprender a aburrirse sirviendo, si llega el caso. Disponibilidad al servir al prójimo como nos gustaría que fuera el servicio que a nosotros nos presten los demás. Si no ponemos la vida al servicio, ¿para qué sirve la vida?
Servir en verdad y en justicia. Servir como seres inteligentes y capaces de asumir riesgos y de asumir prudencias. Pero servir. Haciendo lo que sabemos, lo que podemos. Y queriendo servir incluso con nuestras impotencias. Servir de ejemplo o servir de estímulo. Hacer de nuestro trabajo un servicio. Disfrutar de la capacidad de servir al otro. Amar sirviendo y servir en plato llano, y bien decorado, nuestro amor a la persona hermana. Tal vez servir muriendo. O morir como acto de servicio.
Todos estos pensamientos, empapados en certezas personales, surgen de su aurinegro color. Ahí está él, tranquilamente acostado sobre la mesa. Callado, pero gritando lo que les acabo de decir sin otro ánimo que “servirles”.
De lo que vale un lápiz aburrido.