Un día hace muchos años el director de un periódico me preguntó si estaría interesado en escribir una columna semanal sobre el asunto que me diera la gana. Le dije que sí, pactamos una remuneración y ahí estuve opinando durante casi cuatrocientos lunes. En aquellos siete años largos no hubo una sola discrepancia sobre los límites de mi libertad de expresión, pero el director se jubiló y su sustituta debía manejar otros márgenes porque nada más aterrizar en el cargo trató de censurar uno de mis escritos.
Cuando a un articulista le intentan meter la tijera hasta el fondo en un texto, o directamente no se lo publican, puede intuir que la cosa antes o después acabará mal. Salvo que uno se aplique la autocensura y no molestar al jefe pase a ser un objetivo principal de la columna, su final en ese medio está cantado. A partir de ese momento caben dos posibilidades: irte o esperar a que te echen. Personalmente me resulta más divertida la segunda opción, y por lo visto Fernando Savater piensa lo mismo. Después de 47 años escribiendo en El País no podían echarlo por alguno de sus artículos, así que han tenido que esperar a un libro y una entrevista incendiaria en el periódico de la competencia criticando la deriva sanchista sin complejos de sus compañeros de redacción. Se ha de reconocer que la excusa era perfecta.
Dice Pepa Bueno para justificar el despido de Savater que “las columnas de opinión no son espacios arrendados de por vida en un periódico”. Y tiene razón, pero debería añadir que la linea editorial de un medio de comunicación tampoco se debería alquilar a un gobernante, ni de por vida ni por cuatro años de legislatura, por mucha necesidad económica que padezca El País.
El despido de Savater demuestra que es más sencillo dar un volantazo editorial a un trailer mediático de gran tonelaje como El País que domeñar el espíritu crítico de un pensador tan provocador como el filósofo vasco. La pérdida de influencia y de lectores de El País en los últimos años demuestra quién ha descarrilado y quién ha mantenido su rumbo opinando desde la coherencia y a contra corriente sobre una izquierda líquida hoy irreconocible para la mayoría de intelectuales progresistas. Con Savater se puede discrepar, pero no se le puede llamar saltimbanqui como a otros compañeros de páginas, capaces de defender una cosa y su contraria en el plazo que media entre una campaña electoral y un pleno de investidura.
Desde el sótano de este modesto digital me he sentido por un segundo identificado con un hombre que ha habitado durante medio siglo el ático principal de la opinión en España. Cuenta Savater con humor en su último libro, Carne gobernada (Ed. Ariel), cómo sonreía en los últimos tiempos al ver contestados en El País los argumentos de sus columnas… ¡antes de ser publicadas!. La primera vez que a mi me sucedió lo mismo me enfadé tanto que llamé indignado al director del periódico. Es la diferencia entre un sabio ya de vuelta de todo y un pardillo como yo, incapaz de disfrutar de lo mucho que molestaban mis opiniones a quienes pensaban que la cabecera era suya “de por vida”, como diría la buena de Pepa.
Batallitas personales al margen, el despido de Savater o la cacería desplegada desde el PSOE contra Page por sus críticas a la Ley de Amnistía auguran tiempos recios para la discrepancia pública. Es cierto que los comentarios de ambos fueron duros, pero es ridículo reclamar que esas divergencias sólo se expresen en privado. Un escritor se juega el prestigio ante sus lectores publicando, y el presidente de una comunidad autónoma el suyo ante sus electores opinando sobre una amnistía que, se mire como se mire, es una decisión política extraordinaria y profundamente divisiva.
Ni un periódico ni un partido político deben convertirse en sectas aptas en exclusiva para individuos que mantienen una fe ciega en su jefe. En un régimen de opinión pública, mantener las discrepancias sustanciales sólo en privado termina por reflejar más cobardía que lealtad. Dice Savater que a sus 76 años él “ya está volviendo a la playa”, como las traineras cuando viran para enfilar el tramo final de la regata. Es triste y sintomático que, excepto las de Page, las críticas a Sánchez dentro del PSOE sólo las verbalicen en público socialistas que están volviendo a la playa.