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Furia callejera

Por Jaume Santacana
miércoles 24 de febrero de 2021, 05:00h

No sólo no me considero partidario de cualquier tipo de violencia, sino que, además, la condeno con todas mis fuerzas que, a pesar de mi ya crecida edad, siguen en un estado aceptable.

Durante los últimos días, un hecho concreto ha encendido la mecha que está desembocando en graves disturbios en las calles de varias ciudades, principalmente en las catalanas: un rapero de buena familia ilerdense, de nombre Pablo y de seudónimo Hasél, ha sido encarcelado por varias condenas y, este hecho particular, ha provocado que masas de humanos se lancen a la calle para protestar por dicha reclusión penitenciaria, produciéndose, al final de las respectivas manifestaciones pacíficas, gravísimos altercados de orden público por parte de grupos minoritarios que utilizan la violencia pura y dura para soltar su criminal adrenalina en forma de pedradas, barricadas, pillajes e incendios de material urbano. Esta es la cosa, básicamente. Es la realidad.

Tengo que manifestar, ante todo, mi propensión absoluta a la defensa total de la libertad; de cualquier signo y procedencia. Soy de los que creo que la libertad es un símbolo de la inteligencia humana y que ejercerla y permitir cumplirla es uno de los rasgos más preciados de la civilización. Ahora bien (en la historia de la vida siempre hay un “pero”), creo también, y defiendo, que se establezcan límites que procuren no desfigurar la belleza de la propia libertad. Y, la verdad, los límites establecidos deben, siempre, intentar ser proporcionales al desbordamiento efectuado sobre la naturalidad de los hechos. Por eso pienso que lo tan cacareado de la libertad de expresión (o de pensamiento) debe respetar, en todo momento, aquellos elementos que puedan herir las susceptibilidades básicas que conforman la convivencia general. Todo el mundo tiene el derecho de pensar y expresarse como quiera, como le de la gana, claro; no faltaría más. Pero -ya que todo derecho tiene un deber en su anverso- también opino que ciertos insultos o injurias ejercidas contra personas físicas debe tener alguna corrección por parte de la administración pública. Y ahí viene lo de la proporcionalidad: una cosa es insultar u ofender al prójimo y otra muy distinta lanzar ataques de odio contra el mismo prójimo. El deseo de matar a alguien en concreto y expresarlo públicamente debería tener un cierto castigo, evidente; otra cosa es que la privación de libertad, la cárcel, sea consecuente; hay otras maneras de sancionar al personal. Por eso pienso que encerrar al tal Pablo Hasél no deja de ser un castigo igual de injusto que sus ofensas. Lo del “diente por diente y ojo por ojo” no es la mejor solución.

Dicho esto, que la gente -poca o mucha- se soliviante ante este encarcelamiento me parece correcto y legal: todo el mundo, gracias a Dios, tiene el derecho a manifestar sus protestas: es el juego político de la democracia. Tengo que volver a escribir el “ahora bien” (el “pero”) de unas lineas más arriba: ahora bien, pues, que grupos de salvajes, de vándalos, de puros gamberros aprovechen lo pacífico de las manifestaciones para desarrollar todo tipo de desmanes y se enfrenten, violentamente, muy violentamente, a la policía -encargada de la seguridad ciudadana- me parece un ejemplo de barbarie y de bestialidad humana. Otra cosa sería revisar algunas actuaciones por parte de “algunos” miembros de los cuerpos de seguridad que, probablemente, pueda no ser todo lo ejemplar que cabría esperar. Pero esto, repito, no es excusa de lo que sucede.

Las imágenes televisivas que estos días he ido visionando me producen un asco escandaloso y real. Estamos frente a la más pura negatividad, al irracionalismo más atroz, al odio más recalcitrante y vomitivo. ¿Jóvenes? No señor: ¡salvajes!

Deberíamos pensar, entre todos, en qué ha hecho mal la sociedad, nuestra sociedad, para parir seres humanos de estas características.

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