Ha muerto mi tío. Se lo ha llevado la covid 19, una neumonía bilateral y la famosa tormenta de citoquinas provocada por la sobrerreacción del sistema inmunitario. Pero también se lo ha llevado la falta de atención adecuada, el no haberlo ingresado en una UCI, el no haberlo intubado, el haberlo trasladado desde urgencias del hospital de la Vall d’Hebró a un complejo sociosanitario para dejarlo abandonado a su suerte, para que se salvase por sí mismo si podía, con la mínima ayuda de oxigenoterapia con mascarilla, que todos sabemos que no es suficiente en estos casos, lo que equivale a dejarlo morir.
Era el hermano pequeño de mi madre. Era mi tío y mi padrino. Y era un buen tipo, no porque lo diga yo, que es lógico, sino porque lo dicen prácticamente todos los que le conocieron. Siempre atento con la familia, siempre dispuesto a echar una mano, a dar consuelo, un buen consejo, una palabra de cariño. Cuando había inundaciones en Mallorca, o un tornado, o incendios, sonaba el teléfono y ya sabías que era él, interesándose por saber que estábamos bien, que no nos habíamos visto afectados. También en Navidad, en año nuevo, no faltaba la llamada telefónica para felicitarnos y desearnos lo mejor.
No había tenido una vida fácil. Nació poco antes del inicio de la rebelión franquista, el menor de cinco hermanos; tres más ya habían muerto de enfermedades infecciosas, de una familia de campesinos de un pequeño pueblo de la provincia de Valladolid, Tiedra, en la zona de los montes Torozos, cerca de la linde con Zamora, que cuando él nació tenía unos mil seiscientos habitantes y ahora no llega a trescientos.
Al comienzo de la guerra civil provocada por el golpe de estado de Franco, su padre, mi abuelo, fue apresado. Se salvó de milagro de un tiro en la nuca en cualquier cuneta de cualquier camino de aquellos páramos, y acabó dando con sus huesos en el penal de Burgos, con lo que mi abuela se encontró sola con cuatro hijas y el pequeño de apenas un año. Salieron adelante con mucho esfuerzo y sacrificio, y cuando soltaron a mi abuelo, en 1942, tuvieron que exiliarse y se trasladaron a Barcelona, donde como tantos otros inmigrantes consiguieron prosperar a base de mucho trabajo, austeridad y solidaridad.
Pero la llegada a Barcelona supuso otro duro golpe para la familia, ya que a los pocos meses mi abuela enfermó de neumonía y murió. Mi tío quedó huérfano de madre con poco más de seis años, recién llegado a una tierra extraña y en el contexto de una durísima posguerra y un régimen criminal para cuyas autoridades eran unos apestados por los antecedentes de mi abuelo. Pero sus hermanas mayores se hicieron cargo de su crianza, y la solidaridad familiar y el trabajo duro hicieron que todos consiguieran progresar y establecerse en su nueva tierra.
Mi tío, al ser el más joven, era el más próximo a mí y a mi generación, ya todos nacidos en Barcelona. Hablaba catalán, era del Barça, como todos nosotros, y tenía un sentimiento personal dividido por el que se consideraba castellano y catalán, sin contradicción ni incompatibilidad. Acabó formando su propia familia con dos hijos y cuatro nietos. Ahora disfrutaba de su jubilación y de pasar el tiempo con su mujer, sus hijos y nietos, resto de familia y amigos.
Tenía ochenta y cinco años y buena salud, más allá de algunos achaques propios de la edad. No tenía problemas respiratorios, porque había dejado de fumar hace muchos años; no bebía alcohol más que alguna copa de vino en comidas de celebraciones señaladas; no tenía problemas de movilidad, y menos aún intelectuales. Su cabeza funcionaba perfectamente. Pero la edad fue el factor determinante para que se lo seleccionara para no ingresar en la UCI y ser intubado.
Se trata de una especie de gerontocidio programado. Una médico que le atendió en urgencias de Vall d’Hebró me reconoció que en la situación en la que estaban con las UCIs, al límite de la saturación, tenían que seleccionar, y la selección se hacía por edad. También adujo el consabido argumento de que estaban en una situación como de guerra y había que priorizar. Pero no estamos en una situación de guerra; estamos en una situación de paz en un país que pertenece a los más avanzados económica y socialmente del mundo, y, sin embargo, discriminamos por edad y decidimos que los mayores, los de edad más avanzada, no tienen el mismo derecho que los demás, que sus vidas no valen lo mismo que las de los más jóvenes, que son prescindibles.
Esta línea de pensamiento es muy peligrosa. Con esos mismos criterios mañana pueden decidir que los discapacitados psíquicos tampoco se han de priorizar. Y después los discapacitados físicos y las personas con enfermedades crónicas progresivas, y así, sucesivamente, establecer programas de eutanasia eugénica.
A mi tío lo ha matado la covid 19, lo ha matado el SARS-Cov 2, pero también lo ha matado la desidia y la incompetencia de los políticos de todos los gobiernos de todos los colores y todos los niveles administrativos que decidieron, con la excusa de la crisis económica de 2008, recortar los presupuestos del sistema sanitario; y los que decidieron, cuando la crisis remitió, no recuperar los recursos de los que se le había despojado. Y los que ahora, con la pandemia en marcha, decidieron salir demasiado deprisa del confinamiento domiciliario y no han sido capaces de aprovechar el verano para dotar al sistema de los recursos necesarios de análisis y rastreo de casos y contactos.
Mi tío se llamaba Anacleto Hernández Sanjosé, y lo echaré de menos. Su pérdida es para mí inmensa y devastadora. Se ha ido antes de tiempo y, sobre todo, no merecía morir ahogándose en una habitación de hospital, solo, separado de sus seres queridos.