Acabo de aparcar cuanto había escrito para la columna que está leyendo, con la intención de que mi silencio, en forma de página en blanco, se sumara al minuto que algunos representantes públicos han mantenido para condenar un nuevo asesinato doméstico. Quizá así llamaría algo la atención sobre una lacra que, lejos de aminorarse, se cronifica. Sin ir más lejos, el sexto asesinato de una mujer por un allegado en Baleares, este año, es una cifra que no se había alcanzado en lo que llevamos de siglo. Tampoco lo que hemos hecho hasta ahora ha reducido por debajo de 600 el número de condenados por violencia de género en la última década.
Tratar de reducir este conflicto a la agresividad humana, a los nuevos hábitos sociales o a la crispación con la que todos nos enfrentamos a diario, es mezquino e hipócrita, además de inútil. Los antecedentes no dejan lugar a la discusión, pero convendría ahondar más en la raíz del problema y no solo apaciguar la ira feminista con gestos a la galería.
Esta última muerte se ha producido al día siguiente de que los grupos parlamentarios del PP y del PSOE hubieran acordado y registrado en el Congreso una enmienda transaccional conjunta para alcanzar un pacto de Estado en relación con la violencia de género. Una actitud encomiable, encaminada a mejorar la educación en igualdad, a impulsar las denuncias por maltrato y a reprender a quien no respeta la libertad ajena, pero insuficiente. Muchas son las leyes promulgadas hasta ahora y no pocas las campañas costeadas para concienciar de la importancia de prever una reacción agresiva, pero los resultados no alimentan la esperanza de que la tragedia esté en vías de solución.
Mayores sanciones o castigos sin redención no son un freno para la comisión del delito, cuando uno de cada tres agresores trata de suicidarse después de acabar con su pareja y más de un 20% lo consigue. Si invirtieran el orden lograríamos evitar muchas víctimas inocentes, pero es tan improbable como que una manifestación disuada a quien no atiende a razones. Por eso me he resistido a la tentación de dejar vacía mi columna y porque no quiero ser un sujeto pasivo ante un despropósito que, a fuerza de repetirse, corremos el riesgo de que nos vuelva insensibles.
Para alcanzar la victoria definitiva contra cualquier forma de terrorismo no basta con detener a quien atenta y el espionaje de quienes les dan alas, si no conseguimos acabar con los oscuros motivos que les marginan y el sentimiento de frustración que pretenden superar. Nada justifica sus actos, ni sustituye la firme y decidida acción de la justicia, apoyada por los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado; pero creer que solo la represión o la incomprensión pueden poner fin al uso de la fuerza es un craso error. En la violencia machista siguen apareciendo demasiados elementos comunes como para que debamos ignorarlos y, sin que sirva de justificación en ningún caso, convendría revisarlos para corroborar que no estamos equivocados en algo, que no nos atrevemos a cuestionar.
Xue Sandra, Lucía, Victòria, Lisa, Ada Graciela y Celia ya no pueden hacer nada para evitar que personas inocentes pierdan su vida en manos de un asesino con el que habían convivido. Todos los demás tenemos la obligación de que no se vuelva a repetir, con todas nuestras fuerzas y algo más que una simple condena.