Entorno al 14 de abril se reaviva cada año el republicanismo latente de muchos españoles. Absolutamente legítimo, claro, tanto como el ser de convicciones monárquicas. Aclaro que soy republicano desde que tengo uso de razón política. Pero también confieso que aborrezco la parafernalia revolucionaria con que muchos visten su ideal de república, en gran parte sustentado en mitos y leyendas, como si nos encontrásemos en las postrimerías del siglo XVIII y la clases burguesa y campesina hubieran de desahuciar a la nobleza y su régimen despótico haciendo rodar cabezas en la plaza pública. Me molesta sobremanera que para defender una institución a priori honorable como una república –siempre que sea democrática, claro- sea preciso insultar o menospreciar al actual jefe del estado, es decir, al rey. La monarquía caerá con el paso del tiempo por su propio peso, por su anacronismo, por lo arbitrario, discriminatorio y azaroso de su mecanismo de sucesión, y lo hará sin necesidad de revolución alguna, incruentamente. No necesitamos ninguna revolución, lo que precisamos, en cambio, es de educación. Muchos republicanos anhelamos un régimen fundado sobre la fraternidad y la igualdad de los ciudadanos, un estado inclusivo que no arrincone a nadie, tampoco a los monárquicos. Porque, o la república llega por asentimiento general, o volverá a ser un fracaso estrepitoso, como sus precedentes históricos. Por más que el revisionismo juegue a vendernos que la culpa exclusiva de la caída del régimen nacido el 14 de abril de 1931 fue del golpe de estado militar auspiciado por los fascistas, lo cierto es que cualquier análisis objetivo encuentra sobrados elementos de descomposición política dentro de lo que podríamos englobar como fuerzas republicanas de izquierda. Desde bastante antes de ese golpe y hasta el mismo final de la guerra civil, anarquistas, comunistas, socialistas y sus innumerables e irreconciliables facciones jugaron a la destrucción mutua casi con tanta intensidad como contra el bando enemigo.
Durante la II República, sin contar el período bélico, es decir, de 1931 a 1936, hubo en España veinte gobiernos distintos (sí, 20, no es un error). El de mayor duración fue el tercero de Manuel Azaña, de diciembre de 1931 a junio de 1933. Fue un período reformista, muchas de cuyas medidas forman parte del imaginario colectivo republicano actual. El siguiente bienio, sin embargo, en el que gobernaron las derechas, con notable presencia monárquica, fue enormemente convulso. Curiosamente, en esta etapa se produjo un gigantesco avance democrático, al reconocerse el derecho al voto femenino, que las izquierdas bloqueaban ante el temor de que fuera mayoritariamente conservador. Y qué decir del gobierno del Frente Popular, antesala del golpe militar, la violencia se extendió y el gobierno fue incapaz de controlarla.
Es innegable que la II República gozaba de legitimidad democrática, pero es asimismo una obviedad que la gestión de esa legitimidad fue calamitosa y no acabó con la abismal división social de nuestro país, con las dos Españas de Machado u Ortega. La clase media española es, paradójicamente, un producto del tardofranquismo. A menudo, cuando observo los referentes ideológicos de quienes hoy en día expresan su republicanismo militante, de quienes gustan de envolverse en la enseña tricolor, me echo a temblar. Porque, decididamente, si el modelo es el alemán, el francés o el estadounidense seguramente la mayor parte de los españoles podríamos sentirnos muy cómodos, pero si hablamos de Venezuela, de Irán o Cuba, sinceramente, creo que tenemos monarquía parlamentaria para muchos años.