La condena del Tribunal Supremo al fiscal general del Estado por revelación de secretos no es un episodio más en la interminable batalla política y mediática que rodea a la Justicia. Es un seísmo institucional de primera magnitud. El Gobierno de Pedro Sánchez apostó fuerte —demasiado fuerte— por la inocencia de Álvaro García Ortiz. Lo hizo pese a las advertencias, pese a los indicios y pese a la incomodidad que el caso ya generaba dentro de la propia carrera fiscal.
Hoy, esa apuesta se vuelve en su contra con la contundencia de una sentencia que inhabilita durante dos años al máximo responsable del Ministerio Público. No hay manera elegante de envolverlo: es un baldón titánico y sin precedentes.
Llegarán ahora las descalificaciones de rigor hacia los cinco magistrados que han firmado el fallo. La izquierda política y mediática intentará poner el foco en los votos particulares anunciados, como si dos opiniones discrepantes pudieran borrar lo esencial: que había caso, que existían indicios serios, que había pruebas y que había fundamento fáctico para sentar al fiscal general en el banquillo. Y que, una vez celebrado el juicio, los jueces han condenado. Punto. Todo lo demás es ruido.
Quien juzga o absuelve son los tribunales, no el Ejecutivo, ni los periodistas, ni los tertulianos de guardia
Conviene recordarlo porque en España llevamos demasiado tiempo confundiendo deseos con hechos. Quien juzga o absuelve son los tribunales, no el Ejecutivo, ni los periodistas, ni los tertulianos de guardia. El intento permanente de desacreditar decisiones judiciales cuando no encajan con una determinada agenda política solo contribuye a erosionar un pilar básico del Estado de Derecho. Y aquí la sentencia es especialmente simbólica: nunca antes se había condenado a un fiscal general por un delito cometido en el ejercicio de sus funciones.
Esa excepcionalidad habla por sí sola y proyecta una sombra inevitable sobre Pedro Sánchez, que eligió, sostuvo y defendió hasta el final a García Ortiz, con la indisimulada intención de influir sobre el tribunal.
Un fiscal general condenado deja gravemente herida la credibilidad institucional del Gobierno que lo nombró y que lo defiende todavía ahora; y evidencia, una vez más, la pésima costumbre de colocar la lealtad política por encima de la solvencia profesional.
La Justicia ha hablado. El Ejecutivo, esta vez, haría bien en escuchar, por más que no tiene costumbre.