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Crear puentes de fraternidad

Por Juan Pedro Rivero González
jueves 23 de octubre de 2025, 06:00h
Habitamos tiempos de distancias y muros. Hablar de fraternidad puede parecer ingenuo. Sin embargo, es precisamente cuando más se agrandan las brechas sociales, culturales o ideológicas, cuando se hace urgente volver a mirar al otro como un hermano y no como un adversario. Crear puentes de fraternidad no es un eslogan romántico, sino una tarea profundamente humana: reconocer que el otro, con su diferencia, no amenaza mi identidad, sino que la completa. La fraternidad no se impone; se construye desde la escucha, el respeto y la capacidad de mirar al prójimo con compasión.

El puente siempre une orillas que podrían permanecer incomunicadas. En su arquitectura simbólica hay una enseñanza moral: para tender un puente hay que renunciar al aislamiento y exponerse a la vulnerabilidad del encuentro. La fraternidad auténtica no es complicidad ni uniformidad; es la decisión libre de acoger al otro como parte de un mismo destino. Solo así podemos pasar de la coexistencia resignada a la convivencia esperanzada. Frente a la cultura del descarte, el puente representa la ternura de quienes se atreven a cruzar hacia el otro lado.

Crear puentes exige también revisar las raíces del propio corazón. No se trata de gestos diplomáticos o declaraciones de buenas intenciones, sino de una conversión interior: sustituir el juicio por la misericordia, el prejuicio por el diálogo. La fraternidad se fragua en lo pequeño: en la palabra que consuela, en la mano que ayuda, en la paciencia que sostiene. Solo desde ahí se puede sanar la indiferencia que nos aísla. Nadie construye puentes desde la indiferencia; se levantan desde el amor.

Hay puentes que se rompen por el peso de la historia, por las heridas del pasado o por la falta de confianza. Sin embargo, cada generación tiene la oportunidad -y la responsabilidad- de reconstruirlos. No hay futuro para una sociedad que no sepa reconciliar sus fragmentos. Las comunidades crecen cuando son capaces de integrar sus diferencias, de transformar el dolor en encuentro y el desencuentro en oportunidad. Allí donde alguien da el primer paso hacia el entendimiento, comienza a levantarse un nuevo puente sobre el abismo de la desconfianza.

Crear puentes de fraternidad implica también salir de la comodidad del propio grupo y mirar más allá de las fronteras conocidas. A menudo, nuestras relaciones se mueven en círculos cerrados donde todos piensan igual y se refuerzan las mismas certezas. El puente, en cambio, obliga a mirar más lejos: hacia los que viven en los márgenes, hacia quienes piensan distinto, hacia aquellos que el sistema olvida o desprecia. Esa apertura no debilita nuestra identidad, sino que la hace más humana, porque solo quien se atreve a cruzar hacia el otro lado descubre que el corazón humano es más grande que cualquier frontera.

Hay en el Evangelio una invitación silenciosa pero firme a construir estos puentes. Cuando alguien se detiene junto al herido del camino, cuando perdona al que lo ha ofendido, cuando comparte su pan con quien tiene hambre o consuela al que llora, está levantando un puente invisible pero real entre el cielo y la tierra. Esos gestos sencillos, tantas veces anónimos, son la argamasa de una humanidad nueva. Crear puentes de fraternidad no es una tarea para héroes, sino para personas comunes que se dejan tocar por la compasión y que creen que el amor puede ser más fuerte que el miedo.

Quizá el mayor puente que podemos construir sea el que une cielo y tierra, fe y vida, esperanza y realidad. Aquel que, en el silencio de la cruz, se abrió entre el dolor y la promesa. Crear puentes de fraternidad es prolongar ese gesto en el tiempo: ser testigos de un amor que no excluye a nadie, que no se cansa de recomenzar, y que invita a creer que todavía es posible reconocernos como hermanos. En esa tarea está el secreto de una auténtica renovación personal y social: que nadie quede fuera, que nadie se sienta solo, que todos podamos caminar sobre el mismo puente hacia una humanidad reconciliada.

Juan Pedro Rivero González

Delegado de Cáritas diocesana de Tenerife

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