Estábamos con una amiga en una capital hermosa, y, después del desayuno, salimos a caminar.
Preciosa la ciudad, con aceras diseñadas por genios del riesgo, empedradas con adoquines hechos de mármol y granito irregulares, lustrosos, exigentes si no queríamos correr el riesgo de mutar admiración por caída.
El hotel nos había regalado -en realidad no fue un regalo- unas vituallas exageradas, que incluían gustos salados, fritos, frutos, y el célebre pastel de nata o de Belén, típico y omnipresente en una Lisboa en la que, si uno no tropieza, se convierte en un lugar dulce.
Teníamos que llegar hasta una estación imponente, en el centro de la ciudad, la de Rossío, donde además de viajeros persiguiendo trenes se congregan gentes para admirar el edificio, emblemático, singular.
Nuestro objetivo, además de disfrutar de las bellas vistas, era conseguir billetes para ir a Oporto.
Abusando de erudición recién aprendida, le explicaba a mi acompañante la simetría de los arcos, aspectos de la ornamentación y la “mancha” de un negocio que, de alguna manera, rompía la armonía del conjunto.
Siguiendo el flujo de la gente accedimos, debíamos llegar más allá de las escaleras mecánicas, donde se situaban las boleterías.
Teníamos tiempo, ya que el compromiso que nos había llevado a Portugal se iniciaba después de mediodía, así que subimos de nivel con toda la tranquilidad del mundo, como si el horizonte a alcanzar fuera el cielo.
Cuando estaba, más o menos, cerca del limbo, en otro nivel del firmamento, un dolor muy intenso me recordó que era mortal. Comenzó a la altura del ombligo y se difundió por todo el vientre de tal forma que se me debe haber cambiado el semblante, porque mi amiga me preguntó si me pasaba o necesitaba algo. Balbuceando arriesgué, “Sí, algo, imperiosamente, un servicio sanitario.”
Increíblemente, por incompetencia, desesperación o lo que fuera, no conseguimos un baño dentro de la estación, todos los carteles que los indicaban conducían a unos que estaban en los andenes, más allá de puertas que no se podían atravesar sin billetes..
Las dudas me carcomían, ¿por qué ese retortijón tan imprevisto que necesitaba ser atendido de forma tan inminente? Entonces, cuando recordé que a la izquierda de la entrada principal se alzaba el negocio que rompía la armonía del conjunto: la grandísima cafetería Starbucks, ofreciendo a sus clientes terraza, café, confituras y, suponía, también baño.
Le dejé a mi amiga el bolso que llevaba, creo que hasta la gorra le dejé, y corrí como el viento. Entré y me dirigí hacia el fondo y a la izquierda, hacia una puerta señalada con el nombre “Toilette”.
Un señor, sentado en un banco muy alto junto a una mesa cargada con botellas de agua, me preguntó adónde iba. No sé cual era el motivo de su curiosidad, porque la respuesta estaba escrita en mi cara.
Aún así me pidió el ticket de consumición; le repliqué que no podía hacer la cola que era larguísima, insistió en que era un lugar privado y que para acceder al servicio era necesario mostrar un gasto.
Entonces se me ocurrió comprarle una botella de agua, y me la vendió a 2,60 euros. El problema no se resolvió pronto, todos mis valores los tenía mi amiga, y no sé si por culpa de la adrenalina, el cortisol, el apretón se convirtió en rabia, la rabia en frustración y las ganas para hacer algo en ganas para hacer otra cosa, como hablar mal del capitalismo miserable y avaricioso.
¿Cómo demonios una empresa multinacional, con la “suerte” de acceder a uno de los mejores lugares de una ciudad para instalar su negocio, dedica un custodio al baño y lo emplea con la consigna de vender agua a 2,60 euros, la misma botella que en los quioscos de la estación cuesta 0,40?
¿Cómo es posible que una empresa que tiene un valor en el mercado de casi 100 mil millones de dólares, con más de 40000 locales, situados en los sitios más principales, que reparte dividendos cada 3 meses, exija a sus clientes o favorecedores hacer una compra para acceder al baño, argumentando que en muchos otros comercios se paga, o que, de esa manera se consigue un ambiente más ordenado y seguro para todos?
Tal vez tuviera merecida la negativa, no soy cliente de Starbucks , pero les dediqué tiempo, averiguando si era correcto lo que hacían, si les asistía el derecho, si su presencia en la estación era un servicio público o privado, y sí las concesiones les permitían cobrar por ir al baño.
Muy cerca de allí, en otro edificio igual de espectacular, donde hay un museo que el Banco de Portugal le dedica a la moneda, asentado sobre un antiguo templo gótico, no necesité comprar nada, ni siquiera la entrada, para acceder a un servicio de 5 estrellas y encima aprender y disfrutar arte.
Para concluir, mucha gente piensa que el comportamiento prepotente de ciertas mega empresas, es inaceptable, desatendiendo consultas, garantías, abusando de la caducidad de sus productos, demostrando que lo único que les importa es multiplicar las ventas y aumentar los beneficios.
No obstante, a la postre, algunas terminan dándose cuenta y cuando los réditos se les adelgazan, los obtusos consejeros delegados trazan estrategias, todas parecidas, como si de pronto la compasión les volviese al alma y la confianza que dilapidaron fuese un valor reversible y automático.
De ese modo pretenden rectificar, bajando precios, olvidando restricciones, con promociones “irresistibles”, o hablando de ética y responsabilidad social empresarial.
El problema es que se les ve el plumero. ¡Mucho!