Me he bajado “Cómo desaparecer completamente”, la novela de Mariana Enríquez que acaba de salir en Anagrama. Empecé a leerla hace un par de horas, para desengrasar de tanto rollo macabeo, de tanto algoritmo y tanta inteligencia artificial. Este es el tercer libro que tengo de ella. Cuando la descubrí, en una colección de cuentos, me pareció que era lo que estaba haciendo falta; una especie de continuación de Lucía Berlin y su “Manual para mujeres de la limpieza”. Tengo en la cola a Barico y a Coetzee. Si no fuera por estas cosas me pasaría el día debatiendo sobre lo que los demás quieren que debata, entrando al trapo de las cosas importantes del mundo, de las guerras, de las luchas políticas y de tantas cosas consideradas auténticas a las que no podemos renunciar si queremos seguir manteniendo en pie nuestros valores.
Me he quedado pensando en esto y llego a la conclusión de que lo de los valores es algo muy relativo, que siempre habrá dos bandos que defiendan cosas contrarias, que los dos tienen su épica y que a los que estamos fuera nos cuesta mucho entenderla. Los libros son crudos, pero su crudeza es ficticia. La realidad se presenta de otra manera, y también depende de la forma de contarla. Hay que estar muy bien protegido para formarse un juicio con independencia. A veces nos viene un ramalazo de tentación rebelde para salirnos de los esquemas a los que estamos obligados a pertenecer. Es como cuando me sorprenden, sin saber porqué, las ganas de fumar, y hace casi 20 año que no fumo. Son cosas que quedan ahí, aletargadas, como los recuerdos de la infancia o los compromisos de la juventud, o los miembros amputados que todavía escuecen sin estar presentes.
Mariana Enríquez es argentina. Cuando la leo me parece estar oyendo el ritmo de mis amigos de ese país, empeñados en seducirme con el lenguaje. Al cabo de un rato terminamos hablando como ellos, solo con el ánimo de compensar, nunca resistiéndonos a un instinto imitativo. He descubierto recientemente en youtube (si hubiera hablado en argentino habría dicho recién) a una monologuista llamada Laila Roth. Creo que no se llama así, que es un pseudónimo. Es gorda y posee esa composición lingüística salida de un manual de psicología, a lo Valdano. Me hace gracia, porque en el fondo lo que hace es habitar a la naturalidad con tecnicismos. Lo real es lo natural, lo humorístico es lo otro, como una caricatura de un pueblo que intenta disfrazarse de culto, diciendo ubicarse en lugar de otra acepción que defina a una localización de forma más coloquial. No me va a pasar con Mariana, a pesar de que ella transite de vez en cuando por estos modos que se practican en los descansos de las aulas.
Estoy en medio de septiembre, cuando mi país se sumerge en una discusión semántica, y yo prefiero refugiarme en una novela de una periodista de Buenos Aires para desentenderme un poco del significado de las palabras. Al final se trata de actualizar la Biblia o de calificar a Cervantes como no binario. Son aspectos del revisionismo histórico que intenta siempre aplicar la terminología más moderna a los hechos del pasado. Prefiero a Mariana Enríquez. Siempre me llevará a disfrutar un asado allí donde comienza la Pampa, a las afueras de Argentina.